lunes, 19 de mayo de 2008

SEPARATA










LA SERIEDAD DE LA ÉTICA

*JOSÉ LUIS DEL BARCO

“Si Hegel hubiera vivido en Andalucía, habría escrito otra filosofía”.
Esta frase sorprendente escribió un buen día Polo en una bodega oscurade un pueblo blanco andaluz. Visitaba, encaramada en alcores en medio de la campiña, la cordobesa Montilla. Recorrió sus calles pinas, respiró sus aires limpios, olió sus fragancias suaves, vio atardecer lentamente y admiró cubas de roble colmadas de manzanilla. Y en uno de los toneles, ¿la habrá borrado ya el tiempo?, dejó escrita la sentencia.

¿Qué habría pensado el gran Hegel si sus ojos penetrantes se hubieran sentido heridos por latigazos de luz? ¿Habría enseñado a los hombresque tan sólo parpadean, como el último hombre de Nietzsche, a mirarse y a mirar? Y también ha escrito Polo, en sus libros no en toneles, que la
moral es muy seria1. ¿Por qué es seria la moral? Si su gravedad solemne dependiera del paisaje, ¿cómo conservarla aquí, donde yo me hallo, frente a la mar complaciente de alegre sonrisa blanca, que restalla haces de luces y entona cantos de olas? ¿No habría que decirle a Polo, como Polo dice a Hegel, que de haber vivido aquí hubiera escrito otra ética?

No. No habría que habérselo dicho. Acierta Polo al decir que es cosa
seria la ética. Trataré de demostrarlo.
Empezaré aquilatando la palabra “seriedad”. Es una palabra ancha de muchos significados. Seria se dice que es la persona que no ríe.

Serio es el poco propenso a alegría y regocijo. Los serios son los adustos y de semblante severo. Los que al hablar y al mirar muestran rabias atrasadas. Los que casi siempre tienen cara de pocos amigos. Si alguien pone cara seria es porque está disgustado. Y llamamos “cosas serias” a sucesos desgraciados: las enfermedades graves, la pérdida irreparable, los sustos y contratiempos. ¿Es así seria la ética? ¿Una moral circunspecta, grave, tétrica, ceñuda, hosca, taciturna, seca? ¿Es inapropiado hablar de deberes y de normas, de vicios y de virtudes, de maldades y de bienes, de crecimiento esforzado y de un ascenso perpetuo, de mejorar y subir en medio de “esta naturaleza amable que nos brinda cálidas delicias y esa luz enjambrada entre las olas”2? De ninguna manera.

De eso se puede y se debe hablar en cualquier tiempo y lugar y contra viento y marea.
Hace falta descubrir otros sentidos de “serio” para entender hasta el fondo la seriedad de la ética. “Serio” señala también lo real y verdadero, sin doblez ni disimulo, sincero, sin burla, guasa o engaño. Se llama “personas serias”, desde este punto de vista, a las personas formales.
Serios son los responsables, de palabra, no sujetos al capricho. Serios son aquellos hombres que cumplen sus compromisos. El hombre serio no engaña. No tiene negocios sucios, ni manejos, ni chanchullos. Quien se toma en serio algo es aquel que no trampea. El que va en serio y de veras: con la mirada derecha. La seriedad valiosa, la que no tiene que ver con penas y abatimientos, es la formalidad sensata. Es dignidad y decoro. Asuntos y cosas serias son problemas importantes. Son las cuestiones de veras y sin trampa ni cartón. Decir que la moral es seria es decir que no es trivial. La ética no es informal ni ligera. Hablar de seriedad de la ética en estos tiempos que corren, divertidos y animados, donde todo es espectáculo y se toma a broma todo –

Entertaimentgesellschaft, sociedad del espectáculo, ha llamado Martin Doehlemann a nuestra festiva época3– es dar de lleno en el clavo. Es sustraer las acciones a la ola insustancial de frivolidad ligera. Para rescatar la ética del carnaval permanente de burla e ingeniosidad no importa nada el paisaje. La mar relampagueante, aunque parece dormida, trama y bulle sin parar. No está parada ni quieta. Su movimiento incesante invita a quien la contempla a obrar sin pausa ni tregua para que la vida crezca.
¿Y qué hace seria a la ética? La condición asombrosa de las acciones del hombre. La acción humana es tremenda. Es insólita y extraña: es una acción cibernética. Cuando obramos o actuamos labramos nuestro interior. A veces cambiamos el mundo. Pero siempre, y en esto no hay excepciones, “nos cambiamos” a nosotros. Si la acción es transitiva, el resultado palpable es un objeto exterior. Pero el efecto más “serio”, aunque no tan ostensible, es el cambio de uno mismo. Al lanzar notas al viento, llenando el aire de arpegios armónicos y afinados, el violinista mejora su figura musical. Se hace un músico virtuoso. Las acciones inmanentes, que pasan inadvertidas para el ámbito exterior, nos configuran por dentro. No dejan apenas rastro en el mundo de las cosas. Su huella se queda en mí. No hay manera de evitar que mis acciones me labren. Soy hecho por lo que hago. Mi morfología interior es hechura de mis actos. Cuando yo ejerzo una acción me estoy retroalimentando.

La acción que yo realizo rebota y regresa a mí. Yo no puedo limitarme a hacer y hacer a lo loco como si me diera igual o me fuera indiferente hacer una cosa u otra. Ni me puede dejar frío hacer dejar de hacer: me juego la vida en ello. La acción humana no es un inocuo pasatiempo. Mi complexión interior depende de lo que haga.

Cuando ha salido de mí, regresa, forzosamente, convertida en un cincel.
La acción no pasa por mí sin romperme ni mancharme. Como afilado escalpelo va tallándome por dentro. Ella misma es el modelo para esculpir mi carácter. El hombre escoge su estilo –su idiosincrasia moral– con las acciones que hace. Si gorronea se hace gorrón, si disimula ladino,si da desprendido, si ora devoto y si pinta y pinta aprende a ver.

He aquí una conclusión: al actuar me la juego. Por eso es seria la ética. Acierta el juicioso Sócrates al preferir padecer que cometer injusticia.
Cuando soy yo el que la sufre, tan “sólo” lo paso mal. Pero si yo la perpetro me convierto en un injusto. Y eso no pasa tan pronto. Eso se queda conmigo. Tampoco va descarriado el arrebatado Nietzsche.

“Para que yo me desprecie es menester que me acepte como despreciador”.
Si yo no me acepto así, no hay acciones de desprecio. Las acciones que se hacen forman al yo que las hace. Lo forman y determinan.

La diferencia entre Nietzsche y Sócrates está “en que la voluntad de poder es determinante del yo, mientras que en la ética clásica el yo es determinante de la voluntad”. “Aquí”, dice Polo, “es donde se halla el entronque moral de los actos. Si yo cometo un acto de asesinato me hago asesino. El acto de asesinar no es un acto que ejerzo sin que a mí me pase nada. Un acto voluntario es doble desde el punto de vista de su eficacia. Por un lado está el producirlo, lo externo. Por otro el acto es determinante del ser humano, lo que a mí me sucede”.

La complexión interior, como el estilo, se consigue a fuerza de tachaduras y enmiendas. “Era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de aguas dormidas”. ¿Cuántas cuartillas emborronaría García Márquez para redactar esa línea? ¿Cuántas correcciones haría Hölderlin para escribir Brot und Wein? ¿Cuántas raspaduras en el pentagrama haría Bach para componer el Violinkonzert en sol mayor?

La vida es como el estilo: se hermosea rectificando. La acción recta es siempre acción corregida. La ética permite escribir la crónica de la vida con buen estilo. No en balde se habla de parentesco entre ética y estética.

Platón designaba lo bueno con un término que significa también lo bello. Collingwood compara el espíritu estético con el crecimiento ético. Los dos siguen su marcha ascendente con esfuerzo. Los dos avanzan dando tumbos: cayendo y levantándose. Contemplado desde aquí el hombre nos aparece como un ser muy singular. Un prodigio y un portento. El hombre domina el mundo. Así
han sido siempre las cosas desde el origen del tiempo. Adán hubo de ocuparse, por expresa orden de Dios, de poner nombre a las cosas. Y Dios encargó a los hombres gobernar la realidad. El hombre empuña las riendas, lleva el timón de la nave, domina sobre las cosas. “El hombre

2 J.A. Marina, Ética para naúfragos, Anagrama, Barcelona, 1995, 9.
3 M. Doehlemann, Langeweile, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1991, 10.

1 L. Polo, Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos, Unión Editorial,
Madrid, 1996, 83 (cit. Ética).

*José Luis del Barco:

Es escritor y filósofo español


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