viernes, 16 de octubre de 2015

Una excavación en México revive la captura, encierro y muerte de una expedición del conquistador español a manos indígenas



Inmolados por la ira de los dioses

El paso de los siglos no ha podido borrar las huellas del horror. La excavación del recinto prehispánico de Zultépec-Tecoaque, a 63 kilómetros de la Ciudad de México, ha sacado a la luz el destino atroz que corrieron en plena conquista los 550 integrantes de una olvidada expedición de Hernán Cortés. La caravana, en su camino hacia Tenochtitlán, fue atacada por los acolhuas, aliados de los aztecas. Llevados al poblado indígena, los prisioneros entraron en un túnel sin salida. Uno tras otro, fueron sacrificados ante dioses extraños. La pesadilla duró de junio de 1520 a marzo de 1521. Cuando los hombres de Cortés llegaron al lugar, ya no quedaba ninguno vivo. La hecatombe se había completado. Y Zultépec, bajo el hierro español, fue arrasada.

Los trabajos arqueológicos, reiniciados en agosto pasado tras una primera fase entre 1993 y 2010, han hallado nuevos vestigios de este infernal cautiverio. Son las celdas en las que pasaron sus últimos días los prisioneros y que materializan el abismo al que se enfrentaron las dos civilizaciones. “Lo que ocurrió ahí fue un ejemplo de choque cultural, pero también un episodio de resistencia”, explica el responsable de la excavación, Enrique Martínez Vargas, de Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

La historia, o al menos una versión de la misma, fue recogida por el propio Cortés en sus Cartas de relación, y en ella juega un papel clave la expedición de Pánfilo Narváez, enviado por el gobernador de Cuba para apresar al conquistador. Al conocer este desembarco, Cortés dejó la recién tomada Tenochtitlán, la capital azteca, y se dirigió hacia la costa oriental a enfrentarse a su perseguidor. El 24 de mayo de 1520 le derrotó en Cempoala.

La victoria duró poco. En Tenochtitlán, tras las matanzas de Pedro de Alvarado, el poder español se tambaleaba. Cortés se aprestó a volver. Pero antes de partir, dejó organizada una caravana que tenía que conducir a la capital azteca a enfermos, mujeres y bienes. En esta expedición, según Martínez Vargas, iban 5 españoles a caballo y 45 a pie. Les acompañaba un contingente de negros, mulatos, zambos y tainos procedentes de Cuba, así como unos 350 indígenas mesoamericanos fieles al conquistador. Completaban el grupo unas cincuenta mujeres y diez niños pequeños. Ninguno tuvo suerte. Antes de alcanzar su destino, cayeron en manos de los acolhuas. Era junio de 1520 y la rebelión azteca había prendido.

La irrupción de medio millar de cautivos en Zultépec dejó huellas profundas. Los trabajos arqueológicos están destapando los espacios donde se les tuvo prisioneros. En algunos casos son habitáculos antiguos que fueron desocupados para darles encierro, otros fueron construidos especialmente para ellos. A estas trazas arquitectónicas, fuera del recinto ceremonial, se suman vestigios hallados en anteriores campañas de investigación. Entre ellos destaca un cuenco azteca en cuyo fondo hay marcada una cruz cristiana, pero también decenas de figurillas degolladas, unas con rasgos hispanos y otras negroides. Esta colección, cuyo origen los arqueólogos sitúan en Cuba, se completa con un par de esculturas que dan alas al espanto: la miniatura de un ángel y la de un demonio con cuernos de macho cabrío.

Son los restos de una barbarie de la que nadie escapó. A medida que avanzaba el calendario, los españoles y sus acompañantes iban siendo inmolados. Su sangre se vertió en honor de Huitzilopochtli, el dios de la guerra; Tezcatlipoca, el señor del cielo y de la tierra, y del propio Quetzalcóatl, la enigmática serpiente emplumada. Entre los cráneos recuperados en la excavación se ha confirmado la presencia de europeos, así como de una mulata y de numerosos mesoamericanos. Las huellas de corte evidencian su sacrificio y sugieren la ingesta ritual de su carne.

Los frailes españoles que acompañaron la conquista han dejado descripciones de lo que debieron ser estas ofrendas. A los cautivos se les obligaba primero a bailar entre cánticos de esclavos; luego eran decapitados, desmembrados y comidos. Ante el dios de la guerra se les arrancaba el corazón. Los despojos se arrojaban por las escaleras de los templos. En el caso de la ciudad de Zultépec, las cabezas fueron exhibidas en un tzompantli, un altar del terror erigido sobre cientos de cráneos. Otros huesos sirvieron para presidir salas principales del conjunto arquitectónico.

La respuesta de Cortés llegó demasiado tarde. El conquistador, a su regreso a Tenochtitlán, se enfrentó a una furiosa rebelión azteca. Ante su avance, la noche del 30 de junio de 1520 tuvo que abandonar la capital bajo el viento de la derrota. Tardaría meses en recuperarse y sólo entonces enviaría una expedición de castigo.


Cuando Gonzalo de Sandoval, al mando de 15 jinetes y 200 infantes, llegó al lugar, sus antiguos compañeros ya no estaban. El sacrificio se había consumado. En una pared, el capitán de Cortés pudo leer cómo un cautivo había escrito con carbón: “Aquí estuvo preso el sin ventura de Juan Yuste”. No hubo piedad para los acolhuas. De poco sirvió su intento de huir. Tampoco les valió, como revelan la excavaciones, esconder en aljibes todo aquello que habían traído los cautivos. Zultépec fue devastada. En su lugar sólo quedó una humeante ruina. Y con los años, el emplazamiento recibió un nuevo nombre: Tecoaque, “el sitio donde los señores fueron devorados”. El 13 de agosto de 1521, Tenochtitlán se rindió ante Hernán Cortés.


Cortesía: El PAÍS

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