domingo, 27 de diciembre de 2009

Calendario Mundial




Los delirios del calendario



La medida del tiempo, el último reducto de la sinrazón

José Antonio Millán

La sociedad occidental —es decir, el mundo entero—, lleva al menos dos siglos en un proceso constante de estandarización. Quizás en ningún punto se note esto mejor que en la medida. La sociedad tradicional ofrecía una inmensa riqueza de medidas de longitud, peso, capacidad... Cada nación, cada región o incluso cada pueblo podía tener su unidad correspondiente, que para colmo podían llamarse igual: la vara de Aragón (unos 83 cm) contenía cuatro palmos; la vara de Burgos era 63 milímetros menor y se dividía en tres pies.

Bien: hoy en día, hasta los ingleses han cedido en sus bizarras unidades monetarias y de medida, y también comparten con la mayoría del mundo el sistema decimal. No sólo un metro es un metro en Burgos y en Tokyo, sino que cualquier extraña moneda o unidad que nos encontremos (sea una piastra o un bécquerel) con toda seguridad se agrupará en múltiplos o se dividirá en submúltiplos de diez.

Todo está, pues, relativamente controlado. Todo excepto el tiempo. En la medida del tiempo se agolpan ideas babilonias, veleidades romanas, decisiones papales. En su seno coexisten sistemas de base siete, de base doce, de base veinticuatro, o de base variable. La historia, la costumbre y la religión conspiran para mantener las cosas como están, y el resultado es que preguntas en esencia simples exigen para su respuesta varios cálculos, o la consulta de un mapa del tiempo (también llamado calendario). Por ejemplo: ¿qué día de la semana será el 6 de octubre de dentro de diecisiete años? ¡Sabe Dios!

Reflexionemos por un momento: ¿es un problema saber cuántos milímetros hay en 83 centímetros? No. Para decidirlo, ¿hay que mirar una tabla que indique, con cada cantidad de centímetros, a cuántos milímetros equivale? No; basta añadir un cero: 83 cm son 830 mm. Así de fácil. Pero aún hay más: ¿sería concebible una medida que fuera cambiando a lo largo de su aplicación? Por ejemplo: un metro que midiera mil milímetros, pero sólo las tres primeras veces: en cada cuarta aplicación mediría mil cien. Pues bien, todas estas rarezas se nos dan en la medida del tiempo: dificultad para convertir una medida concreta (fecha del año) en sus inferiores (día de la semana); unidades que una vez miden una cosa y otras veces otra (meses de 31, 30, 29 ó 28 días, años de 365 ó 366). En materia de tiempo, la verdad, no siempre se sabe de qué habla uno. Por poner un ejemplo pequeño: veamos el concepto "un bebé de dos meses". Si ha nacido el 10 de diciembre, el 10 de febrero tendrá 62 días, pero si ha nacido el 10 de enero de un año normal, el 10 de marzo tendrá 59... ¿Es eso serio?

Un problema cósmico

En el fondo estamos ante un problema cósmico, porque el giro de nuestro planeta sobre sí mismo, el de su satélite y el que describimos en torno al sol se empeñan en ser poco congruentes entre sí. Juntando varias revoluciones de la luna (que es el origen lejano del mes) no nos saldrá un año exacto. Juntando varios periodos de siete días, no nos saldrá un mes lunar. ¡Ni siquiera juntando varios días nos sale exactamente el periodo que tarda la tierra en dar la vuelta completa al sol (365'2422 días)!, lo que explica que haya que intercalar un día más aquí y allá, en los llamados años bisiestos.

Para colmo, ni siquiera hemos llegado a la situación actual de una sola vez, sino que ha habido notables convulsiones para corregir calendarios defectuosos. La última tuvo lugar en febrero de 1582, cuando el papa Gregorio XIII tuvo que adelantar la fecha 10 días, y le siguió todo el orbe católico... pero no así los protestantes. Eso permitió que los máximos escritores que ha dado la humanidad —Cervantes y Shakespeare— murieran la misma fecha (el 23 de abril de 1616)... aunque con varios días de diferencia. Rusia, por ejemplo, tuvo que esperar hasta la llamada Revolución de Octubre para adoptar el calendario gregoriano, lo que provocó otra paradoja, porque la revuelta, para nuestro calendario actual, tuvo lugar en noviembre.

A la vista de sus incoherencias, no nos debe extrañar que las revoluciones se hayan propuesto cambiar el calendario. Además, ¿qué mayor representación de un orden nuevo que dejar la huella en el tiempo? Julio César y el emperador Augusto lo hicieron, y ahí están sus nombres en los meses... La Revolución Francesa intentó dividir decimalmente el día (en vez de las 24 horas, cada una con 60 minutos: ¿qué jaleo es ése?). También decidieron reformar la semana, a la que dieron una duración de 10 días. Además unificaron a doce meses de treinta días, a lo que había que añadir cinco días mas por año (y seis en los bisiestos). Esos días no eran en rigor ningún "día del mes", sino que cada uno tendría una especie de "nombre propio": por ejemplo el Día de la Virtud. Tras apenas trece años de vigencia y general contento (los nuevos meses recibieron bonitos nombres como Floreal), Napoleón abolió la reforma.

Tal vez por el escaso éxito de sus predecesores, las revoluciones posteriores renunciaron a la idea de cambiar el calendario (la Rusa, paradójicamente, adoptó el calendario papal, que era el mayoritario en el mundo). Ahora que no va a haber más revoluciones, tal vez sólo se pueda proponer la reforma del calendario desde la perspectiva de la Razón Ordenadora.

Una propuesta reciente: el calendario sexagesimal de Edouard Vitrant: http://www.sexagesimal.org/

Los nuevos calendarios

Han existido propuestas para todos los gustos: desde las más radicales hasta las que intentaban un compromiso con lo existente. El llamado Calendario Mundial pertenece a este último tipo: plantea cuatro meses de 31 días (enero, abril, julio y octubre) y el resto de 30. Cada trimeste es igual a cualquier otro (el domingo del primer mes siempre ser día 1, y el s bado del tercero, día 30), y el calendario ser igual a sí mismo año tras año... Por ejemplo, el 6 de octubre será eternamente sábado.

Con un simple cálculo (91 x 4 = 364) se ve que falta un día. Este, llamado Día del Año, se sitúa el 31 de diciembre, que no ser ni lunes, ni martes, ni ningún día de la semana. El día de más en los años bisiestos será el 31 de junio, y le ocurrirá lo mismo.

Una propuesta más atrevida fue la de Isaac Asimov, quien, como divulgador científico, no pudo evitar plantearse la cuestión. Propuso un año de sólo cuatro "meses" (o más bien "estaciones"), cada una con 91 días; es decir, 13 semanas. Los días cuyo número fuera divisible exactamente entre siete serían domingo; si el resto es 1, lunes; si es 2, martes, y así sucesivamente. Este sistema también contaría con esos curiosos Días del Año y Bisiesto que no son ningún día de la semana. En el calendario asimoviano, uno podría oír frases como "estamos a cincuenta y dos, y hasta el ochenta y nueve no cobro" (todos sabrían que el día 89 cae en viernes).

Cualquiera de estos sistemas, en el fondo, sólo persigue una idea: acabar con las irregularidades y crear pautas temporales constantes. La mayor oposición a sistemas como los expuestos parece tener motivos religiosos: los días que no son ningún día de la semana perturbarían la sagrada cadencia de siete días entre domingo y domingo (o entre sábados para los judíos, o viernes para los musulmanes). Asimov comenta esta actitud con una cita del Evangelio de San Marcos: "El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado". Quizá no quepa añadir nada más.

Los otros grandes perjudicados serían los fabricantes de calendarios, esos poderosos grupos de presión que cada año fabrican una mercancía imprescindible para planificar la existencia. Ellos recibirían un durísimo golpe con un calendario que permaneciera idéntico, año tras año. De hecho, tal vez no haya que buscar en otro lado la razón de la muerte del Doctor Asimov, fallecido en el año que acaba de terminar, precisamente de una dosis letal de calendario.

Los limbos del tiempo

Uno de los aspectos más escalofriantes del tiempo son precisamente esas "tierras de nadie" que se producen tanto en nuestro sistema como en los intentos de reforma. Uno de los más patentes es, claro está, el 29 de febrero, que hace que los desdichados que nacen en tal fecha tengan un cumpleaños sólo cada cuatro años. Entre los romanos febrero era el mes dedicado a las deidades infernales, y esa es la razón de que se le encomendaran los días sobrantes.

A un terreno no menos infernal, la madrugada, se mandan esas horas de menos o de más que causan los cambios horarios dos veces al año. El día del cambio los relojes marcan la una de la mañana y, una hora más tarde, dan las tres; ¿dónde se ha ido esa hora hurtada?, ¿quién se la devolver a los amantes en el lecho?, ¿quién se la pagar a los empresarios a quienes ha sido escamoteada en cada trabajador?

Cuando en 1752 Inglaterra se cambió al calendario gregoriano la diferencia que debía compensar era ya de once días. La sociedad industrial inglesa del XVIII no era la católica de 1582, y hubo que estudiar cuidadosamente la forma de evitar problemas (plazos de deudas, pagos de salarios, etc.). Sin embargo hubo disturbios provocados por quienes se resistían a que les suprimieran —así, sin más— once días de vida.

Nuestros bienvenidos fines de semana (que la Revolución Francesa intentó que ocurrieran sólo cada diez días) crean otro curioso limbo temporal: por lo general sábado y domingo no existen laboralmente, y para calcular cuándo finaliza un proceso industrial que ocupa "x días" hay que ir ignorando cuidadosamente los fines de semana que se deslizan entre medias. Lo mismo ocurre con las vacaciones: el año laboral, para muchos efectos tiene 11 meses. Y a propósito: ¿dónde van los 5 días que le faltan el año financiero, que es el que se usa para muchos cálculos de intereses, y tiene sólo 360 días?

Hemos visto que las reformas más osadas tienen que echar mano de días especiales. El Calendario Mundial exige un Día del Año que no sea ningún día de la semana. Ese asombroso 31 de diciembre, situado en la tierra de nadie del cambio de año, sin ser lunes (a pesar de venir tras un domingo), ni domingo (pese a estar antes de un lunes), representaría mejor que nada la situacion del hombre ante el tiempo. Alégrate porque viene un año más, parece decirnos ese día, y no te preocupes de cómo.

[Publicado en El País, el 2 de enero de 1992]

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