Era humano. Demasiado humano. Saludaba, sonreía y escuchaba. También estallaba frente a los despropósitos y vivía erguido -pecho inflado/frente al sol-, como el afloro en permanencia de su cristalina dignidad.
Cantaba el Himno Nacional “a viva Bosch”, y entrecerraba los ojos para desvelar los enigmas del murmullo en el entorno.
Era un hombre transparente frente a la muchedumbre que se sabía seducida por la estirpe inmaculada de su nobleza.
Valiente y pensador. Disciplinado, familiar y diligente, era. Artista con vocación cosmopolita y ensayista meticuloso, permeado por el rigor… Lo conocí en la memoria.
Se escondía en el interior de las páginas sobre literatura dominicana que albergaba el libraco mal encuadernado, pero vislumbrante, de Fiume Gómez de Michel.
Era todo el bachillerato.
Allí se hablaba de sus libros y de sus viajes. De sus aportes históricos, políticos, sociológicos y literarios, y se analizaban aquellos tópicos significativos de su obra en el exilio, que supieron reconocerlo y entronizarlo como un símbolo viviente y paradigmático de la mejor literatura escrita en Hispanoamérica en el Siglo XX.
Se le apreciaba como líder, mentor y guía de varias generaciones de escritores, artistas, políticos y maestros.
Era, en serio, fuera de serie, pero al interior de sus queridos, sabía ser buenhumorado, galante, modesto y bromista.
Un señor dispuesto para el bien de los demás, imbuido en el juego de la sobriedad del combate con las formas y el lenguaje.
Defensor de la democracia, sin reparos ni fronteras, y emblema de la honradez, la humildad y la conmiseración; sin cronistas pagados ni altisonancias de mal gusto.
Pero ante todo era un hombre realmente bueno y comedido. Un ciudadano que odiaba las poses y los excesos. Un escritor sin ambages; combativo y combatido. Un dominicano que le gustaba pensarse ciudadano “de a pie”, semejante al “hijo de machepa”, mas sincera y secretamente obsequioso y pundonoroso.
Lo conocí una noche de jueves junto al poeta mexicano, hoy Premio Cervantes, José Emilio Pacheco.
Estábamos en Unión Latina, y de súbito empezó a recitarnos de memoria, gran parte del “Ismaelillo” de José Martí.
De Bosch se han dicho tantas cosas, pero pocos advirtieron lo que Lil, Pacheco y yo: se trataba de un grande enniñecido. Tibio y demasiado humano, en su dulce hervor, de infante travieso y anciano aquiescente.
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