viernes, 23 de enero de 2009



Juan Pablo Duarte


He escuchado de los labios de su autor, el historiador Orlando Inoa, las ideas centrales de un nuevo libro sobre Duarte que recoge un trabajo de investigación que promete ser de importancia capital para la revalorización del personaje central de la trama de la dominicanidad.

Una reflexión interesante del escritor y editor, me ha encendido el ánimo hasta el entusiasmo. “Juan Pablo, vapuleado por una vida colmada por las ingratitudes y las dificultades, es después de todo, un hombre afortunado, porque todo un pueblo, lo respeta y lo quiere sin realmente conocerlo”.

La idea me sobrecoge, me estremece y me sumerge en esas lucubraciones inevitables que me hacen postrarme de inmediato ante mi ordenador de palabras.

¿Quien fue en realidad el Padre de la Patria?

Su fisonomía de revolucionario pareciera que se nos ha perdido entre los libros de texto y los discursos. Desdibujada en la rutina de las celebraciones oficiales. Extraviada en la articulación propiciatoria de la conveniencia política, y esas invocaciones que hacen algunos de forma conveniente, para empadronar despropósitos.

Los héroes, que en realidad solo sirven para la vida sin tiempo del ejemplo, para ser replicados en conductas ciudadanas provechosas, deben ser exaltados en esa semejanza con el hombre común que, empinada sobre su propia mortalidad, se levantan revelados contra el pasmo de la conformidad y, se atreven hacer la historia, a torcer los mórbidos destinos de la tolerancia, mientras presienten en la doliente humanidad imperfecta, el sueño ese que para doler se hace carne, exactamente como le dolió a Duarte la Patria irredenta.

Nada de seres incoloros, inodoros, asépticos, desinfectados y esterilizados quizás, por las fatigas equivocadas e interesadas de una intelectualidad enamorada de los eufemismos, que manipula como pretexto su propia incapacidad de gesta, su compromiso con la realidad, para presentarnos un Padre de la Patria “mojigato y santurrón”, cuyo único merito, ponderado en una letanía recurrente, fue la idea y el pensamiento.

¡Mentira! Alejados de la realidad histórica, se ha llegado al colmo de hacerlo demasiado impoluto, casto y contemplativo, para negarle de “carambola”, una virilidad, una decisión y un coraje que distinguió siempre al Patricio.

Duarte como esos hombres pueblos, “carne de su carne y sangre de su sangre”, síntesis de la naturaleza de la sociedad donde nació, tiene que parecerse necesariamente a nosotros mismos. Todo lo demás es literatura. Es de su condición de hombre común de donde tiene que partir su trascendencia.

Tenemos que revalorizar al Padre de la Patria, para que podamos vernos en él, como esos hijos que necesitan a determinada edad, verse reflejados en sus progenitores. Un lunar, una seña, una mancha, la nariz, el pelo ensortijado, un gesto que no se puede negar y que delata la paternidad.

Verlo como lo que fue, decirlo sin reservas, un revolucionario, una categoría moral exaltada en los defectos de una naturaleza humana que le sirve de referencia a su grandeza. No ese “pendejón ilustre” y conformista que nos quieren pintar, para incubar nuestra tolerancia, nuestra paciencia, nuestra mansedumbre y resignación, para dominarnos y explotarnos.

En contraposición, el proyecto de redención cristiana, no está cimentado en la sublimidad de la divinidad, sino en el descenso de la misma a la materia vulgar. La deidad que nace y se hace hombre, con todo lo que esto implica. Es ese momento en que Dios y los mortales recrean su semejanza en virtud al sacrificio y al ejemplo.

La divinización de Duarte, más que un objeto de veneración, y devoción cívica, ha sido una articulación para lograr nuestra sumisión y conformismo. Déspotas y elites dominantes, nos han escondido bajo el argumento de la exaltación al verdadero Duarte. Al hombre integral de carne y hueso.

El ideario Duartiano que parece extraído en su presentación, de la meditación y la reflexión, en ocasiones descontextualizado y desposeído de su realidad cronológica, es el fruto de los fragores de la política, sus cartas, sus proclamas y otros instrumentos de lucha de este “obcecado primordial”, de este “testarudo cardinal”, considerado por los enemigos de su tiempo no como un pusilánime sublime, sino como un “revoltoso”. “Anarquista”. “Maquiavélico”. “Imprudente”. “Enemigo del reposo público”. “Traidor a la Patria”. “Sujeto subversivo”. “Hombre de tramas abominables”. “Cabecilla de un partido pernicioso”. “Enemigo malvado del orden y la libertad”.

El Duarte que inspiró por su accionar dominicanista esas imprecaciones indeseables, no se hizo un Duarte deseable para nuestros tiranos, que impedidos de desterrarlo de nuestro amor por su paternidad, propiciaron un Duarte manso, pasivo, resignado y obediente. Así, el proyecto de nuestra paciencia se fue forjando, como si se macerara la resignación y nos exhortaron a ser como ese Duarte, para gobernarnos a sus anchas, como Santana.

Concebido así, se nos ha manipulado la emoción, para que no encontremos el Duarte que necesitamos como referente para lograr nuestras reivindicaciones como pueblo y alcanzar la verdadera democracia y la justicia social que merecemos.

Es un deber urgente de los historiadores, rescatarnos a ese Duarte, que en realidad no conocemos en sus detalles más humanos, sus hábitos, el tono de su voz, su altura, sus manías, sus enfermedades, sus defectos, lo que le gustaba comer, sus pasiones, su forma de vestir y sus predilecciones. Las malas palabras que decía. Un elogio al bello sexo, en un de diario que llevaba, nos delata que lo deslumbraron las alemanas. Se rumora con rubor hipócrita que lo cautivo una mulata de los llanos.

La iconografía de Duarte, salvo el daguerrotipo de Caracas, nos presenta un hombre que no podemos precisar en su fisonomía por la variedad de tipos que se exhiben, y el retrato hablado de Serra es un poema.

Tenemos urgencia de encontrar al verdadero Duarte. El Duarte en su encrucijada. Ese dominicano ejemplar que debió ser Presidente. El que amó y fue amado. Al enemigo temible. Al político del verbo incendiario. El combativo, el idealista. El pensador liberal. El Duarte sin miedos. El Duarte caracterizado. El que pedía castigo ejemplar para los traidores. El Duarte que se quejaba. El Duarte enfermo y palúdico que no se daba tregua. El que condenaba los tratados onerosos al interés nacional. El Duarte que promovió la autoridad del gobierno. Quien aceptaba la dictadura de la ley. El que concibió el poder municipal. El que siempre pensó que la República Dominicana tenía que ser libre de toda potencia extranjera o que se hundiera la isla.

HAY QUE VOLVER A CAPOTILLO!!

Consulta: Soto Jiménez

Listin Diario


DUARTE, EL MAESTRO PERMANENTE
Argentina Henríquez Rodríguez

Al ponerse en contacto, serena y reflexivamente con el pensamiento de Juan Pablo Duarte, me ha parecido navegar por un mar de infinitas y profundas aguas, pero de sencilla y fácil penetración para el que busca simplemente la verdad de su contenido.

Es infinito no por la abundancia de sus ideas, sino por la perennidad de los criterios que encierra, expresión acabada de la vida humana, vivida a plenitud, espejo de mano donde contemplamos la imagen del hombre coherente, sincero, que tanto admiramos, necesitamos hoy y que nos apasiona tanto su búsqueda.

Unida a esa añoranza del hombre y la mujer, decimos así porque nos parece que hay muchos que le tienen usurpado el nombre, porque sus vidas envilecidas distan mucho de la dignidad humana. Duarte no trae también la nostalgia del maestro. ¿Puede Juan Pablo Duarte decirnos algo sobre el maestro? ¿Tiene algo que mostrar al maestro de hoy? Analicemos sus hechos y su pensamiento buscando nuestra respuesta.

Se afirma hoy que ser maestro es educar para la libertad y en la libertad; es enseñar a ser persona, a ser ciudadano, a vivir nuestra naturaleza personal-social.

Duarte, hombre amante de la libertad, vive la libertad, desea que todos los hombres la amen, la estimen, luchen por su conquista. El es un ejemplo puro de educador de la libertad de sus conciudadanos.

De regreso a su patria en 1832, después de un viaje de estudios fecundos por varios países de Europa, trae en su corazón el deseo de realizar en la tierra que lo vio nacer «los fuero y libertades de Cataluña». Este primer gesto de Duarte es ya la puesta en ejecución de una profunda vocación de maestro. Afirma un educador contemporáneo que la «educación es una práctica de la libertad dirigida hacia la realidad de la que no teme; más bien busca transformarla, por solidaridad y espíritu fraternal». «Es fuerza para el cambio y para la libertad» (Paulo Freire).

En un estudio reciente nos dice la UNESCO: «una de las tareas esenciales del maestro es la de transformar las mentalidades». En estas dos afirmaciones queda definida la misión de los hombres de nuestro pueblo sobre la realidad concreta en que viven y prepararlos para actuar eficazmente sobre ella. Ser libre es saber dar razón de si, disponer de si, hacer libremente el bien. A esto iba encaminada la acción educadora
de Duarte entre sus compañeros; llegar a hacer realidad entre los habitantes de la parte Este de la isla, el saberse dominicanos solamente, independientes, libres; obrar libremente el bien de la creación de nuestra nacionalidad y disponer de nuestra patria como un ente autónomo, distinto de Haití y de las demás naciones del mundo.

Sin prisa, pero a ritmo dinámico va forjando la conciencia nacional, va dejando caer sus ideas que tienen el peso del convencimiento y la cólera de la reflexión no apasionada de los hechos y las cosas «Vivir sin Patria es vivir sin honor». «Aprovechemos el tiempo» afirma ¡Cuánto dicen estas palabras a los maestros de hoy! Época de cambios acelerados, de diarios descubrimientos, de inacabables conquistas, que sólo son alcanzados por los ánimos esforzados.

El gozne sobre el cual giraba la lucha por la libertad en Duarte, es el amor a la Patria y el amor a los hombres: «por desesperada que sea la causa de mi Patria, siempre será la causa del honor y siempre estaré dispuesto a honrar su enseña con mi sangre». «¡Patria tan cara a mi corazón!», «El mío –mi corazón, decía- aún ha permanecido abierto al amor de mi Patria, a los encantos de la amistad y hallándome aún dispuesto y como en los primeros días de mi adolescencia a sacrificarlo todo en sus aras... sus amigos son los míos».

La calidad humana de Duarte imprime en el ánimo decepcionado de sus contemporáneos, la nota del hombre que cree en los hombres, las mujeres y porque cree espera de ellos lo mejor, porque posee corazón grande y abierto para amar. Así queridísimos compañeros es el corazón del auténtico maestro, libre para amar todo lo bueno que hay en sus alumnos sea cual sea su condición y talento. Duarte estimuló y alentó cuantas cosas buenas encontró en la juventud de su época, entre los amigos y familiares, así como en todos aquellos que tuvieron la dicha de trabajar a su lado. Vivió «sin odios y sin venganza en el corazón», según afirma al escribir a Félix María del Monte, compañero en los ideales de libertad y autonomía.

Duarte amaba a los hombres, y porque los amaba fue siempre para ellos el animador de la virtud: «sed justos lo primero, si quereis ser felices. Este es el primer deber del hombre; y sed unidos, así apagaréis la tea de la discordia y vencereis a vuestros enemigos y la Patria será libre y salva. Yo obtendré la mayor recompensa, la única a que aspiro, al veros libres, felices, independientes y tranquilos». Así educó a sus conciudadanos en la bondad, en la nobleza política y en el respeto a la ley; él iba delante en su cumplimiento para hacerla amable a sus discípulos.

Duarte es el maestro por antonomasia de los dominicanos porque supo educarlos en la libertad responsable para el bien, viviendo él personalmente como hombre libre. Libre de la corrupción, del dinero y la lisonja, del honor y el soborno. Al hacer estas afirmaciones me parecía describir las actitudes cívicas que deben adornar a todo maestro; su insobornable civismo parece salido de una de las páginas de Homero o de las no menos ilustres primeras comunidades cristianas. Duarte es maestro con el pensamiento, con la palabra y el ejemplo. Es el maestro de la juventud que pide menos palabras y mejores hechos.

Su intuición de maestro le hizo valorar el gran poder transformados de la educación. Como haría un buen educador de nuestros días supo aprovechar todos los recursos humanos para la educación sin dejarse inmovilizar por el fantasma de la carencia de recursos.

«Dame una vocación y yo te devolveré una escuela, un método y una pedagogía», afirmada Pedro Poveda. Duarte aprovecha al máximo los recursos que tuvo a su disposición sin angustias, sin desalientos y sin nerviosismos; con paz, equilibrio y hasta con gracia, testimonios recogidos de su época nos hablan de su infancia y de su apostolado. Luchaba por la verdad consciente de que la mentira y el mal no pueden se eternos; pero conocedor de la historia, sabe también «que el tiempo no perdona las cosas que se hacen sin él». Enseñó como maestro la necesidad de la paciencia, de la espera confortante porque la semilla ha de encontrar buena tierra.

Duarte es maestro de corazón generoso, desprendido, no busca su propio beneficio «todos pensaban en favorecer sus intereses; ninguno los de la Patria; mi negativa me trajo malas voluntades de las que más tarde sufrí las consecuencias», así recordaba apenado al ver malograse los ideales patrios que el había forjado y preparado en el corazón de los genuinos dominicanos porque los entreguistas.., no vieron la eternidad de su idea, afirmaba años más tarde, sin tristezas porque sólo Dios y la Patria le tenían atado el corazón, Decíamos anteriormente que ser maestro es ser educador de la conciencia ciudadana, pero pocos hombres en la historia encontramos que hayan entregado su vida toda a esta noble pero no siempre valorada labor. La razón de su desprestigio puede estar en que muchos pretenden afear y destruir su imagen, en que fácilmente se mezcle el trigo con la cizaña; pero el pueblo tiene la suficiente intuición para descubrir cuando es engañado. Duarte también tuvo experiencia de esto y nos avisa: «nada hacemos con esta excitando al pueblo y conformarnos con esa disposición sin hacerla servir para un fin positivo, práctico y trascendental». Quiere por eso, colaboradores comprometidos de cuerpo y de alma: «el amor a la Patria nos hizo contraer compromisos sagrados con la generación venidera, necesario es cumplir o renunciar a la idea de aparecer ante el tribunal de la historia con el honor de los hombre libres».

Esta afirmación duartiana es de suma trascendencia para el maestro, el cual no es más que el hombre comprometido con las generaciones que le toca vivir y sólo en la medida en que vive sus necesidades y aspiraciones, en sus temores y esperanzas, está educando, está condiciones de dar respuesta válida d las exigencias de la historia, de la mujer y el hombre concreto, del yo individual. El hombre moderno reclama de los otros, «fe en él y en la vida», «solidaridad activa con los hombres y sus demandas de otra sociedad mejor, trabajo y amor espontáneos capaces de volverlo a unir con el mundo, no ya por sus vínculos rimarios, sino salvando su carácter de individuo libre e independiente y responsable, ante los otros, ante la sociedad» (Erich Fromm).

Boletín del Instituto Duartiano
Año VIII, No.4, Julio-Diciembre 1976
Enero-Junio 1977



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