LOS MUSICOS CALLEJEROS
La carpa, bajo la cual transcurrían las conferencias de Krishnamurti, en Saanen, Suiza, fue producto del ingenio de un constructor norteamericano. La misma podía albergar aún más de las tres mil personas, seguidoras de este pensador hindú que venían de todas partes del globo, y mediante un sistema único, por lo práctico, se podía armar, desarmar, y transportar con la mayor facilidad.
Muchos de los asistentes se desplazaban hasta el lugar en automóviles desde los países cercanos, y otros, los que venían lejos, necesitaban lugares adecuados donde albergarse. Este problema quedaba resuelto con el uso de unos barracones militares cedidos para tal efecto; eran lugares donde podían alojarse cómodamente unas 150 personas.
Estos cuarteles, con pabellones comunes, no tenían camas como en los recintos dominicanos. Unas plataformas de madera, largas y corridas, servían de soporte para los colchones tendidos allí, con su cobertura. Hombres, mujeres y niños pasaban la noche en esos lugares, en silencio y observando las reglas de disciplina establecidas.
En una de esas casonas – no había otra alternativa – me instalé al llegar desde París, conduciendo. Observando el recinto, noté que mi vecino llevaba debajo del brazo una flauta en su estuche. Me aventuré en seguida a ponerle conversación – en francés primeramente, como idioma más conocido en esa área; pero, por el acento, en seguida pude descubrir que se trataba de un español. Me confirmó que era flautista y seguidor de Krishnamurti, asiduo asistente de Saanen. Me identifiqué frente a él como pianista, señalándole que por primera vez participaba en aquellas reuniones de pláticas y diálogos.
Cuando el flautista supo que yo tocaba el piano, se mostró alborozado, haciéndome preguntas breves y en sucesión: ¿cierto que toca el piano?, ¿de verdad?, ¿pero trae uno con usted?, ¿quiere ganar dinero?, ¿dónde está su piano?. Al escuchar mi negativa, comenzó a lamentarse, aseverando: “Si tuviera usted su piano, podríamos cubrir juntos los gastos de este viaje, incluyendo los de la comida diaria. La ciudad de Ginebra queda sólo a unos kilómetros de aquí, y es fácil llegar; yo conozco allí una esquina magnífica, por donde pasa buena gente. En dos horas, con seguridad, hemos hecho el dinero necesario para el día”.Por no contradecirle, asentí con lo que él decía, lamentándome de no venir con un piano portátil mientras pensaba en mi interior, ¡esto es lo último que me faltaba: tocar en la calle por dinero, expuesto a que pase un dominicano y me reconozca!
Nunca había estado al corriente de la vida de los músicos callejeros. El flautista me narró toda la filosofía que existe detrás de esos aparentes vagabundos de la música. De acuerdo a su convicción, hay una gran diferencia de actitud hacia el ejecutante por parte de las personas que pagan por entrar en un teatro y aquellas que intérprete callejero. Sin que tuviera él que decirlo, resulta evidente que, mientras mejor toque el individuo su instrumento, mayor es la atracción que causa y más cuantiosa es la retribución.
De Saanen nos trasladamos caminando hacia Gstaad, otro cercano pueblo donde numerosas celebridades del mundo tiene chalets suntuosos en sus alrededores. Aquel pueblecito parece de cuentos de hadas, con pequeños puentes que cruzan las diversas corrientes que lo bañan. En uno de esos puentes nos estacionamos: él tocaba y yo le sujetaba el estuche de la flauta como alcancía expuesta a los transeúntes. La gente se detenía, escuchaba y dejaba algunos francos en billetes y monedas, pero solo algunas personas.
De repente, uno de los embelesados escuchas le pidió a mi amigo la flauta para verla. El accedió con simpatía y el señor, teniéndola en sus manos, le dio giros con los dedos como quien examina la calidad y marca del instrumento. Luego, acomodando la embocadura con sus labios, se puso a tocar. En la quietud de la campiña suiza, aquel individuo parecía un jilguero: La gente se multiplicó en cuestión de segundos, y la colecta fue tan abundante que tuve que depositar la caja fuerte en manos de su dueño. El inesperado ejecutante, realmente, no tocaba una melodía específica: más bien, improvisaba, recorría el mecanismo de la flauta con arpegios y escalas engalanadas por el sonido vibrante y filado que poseía. Los músicos le llamamos a esto simplemente registrar el instrumento, pero, ¡hasta para registrar hay gentes dotadas de una fineza especial!
Se rebosó el estuche, al cabo de pocos minutos, de francos suizos y franceses mezclados con algunos dólares y marcos. Pude observar a una dama que se detuvo, escuchó, continuó su camino y de vuelta en breve trajo un buen aporte para la urna. De súbito y respondiendo a una señal, el buen samaritano y mejor flautista, retornando la flauta del dueño, se abrió paso por entre la entusiasmada audiencia callejera que se había congregado atraída por su propio plateado, y forma ágil se internó en un exclusivo hotel-restaurant aledaño al puente.
Mi amigo español, apurado, sintiéndose comprometido, hizo intento de seguirle los pasos para poner en sus manos el dinero recolectado, ¡o por lo menos una parte! El hombre, ya dentro del hotel, sonrió bondadoso, mientras retornaba el puñado de monedas al dueño de la flauta. Los minutos que tomó este intercambio de gracias y más gracias, merci, et merci beaucoup, me sirvieron para enterarme, por vía del portero, que el personaje del puente que tocaba la flauta era el dueño y señor del establecimiento donde estábamos.
Moraleja: cuidado con los músicos callejeros. ¡No todos son tales pordioseros!
Consulta: Rafael Solano.com
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