Crónicas del tiempo: General Gregorio Luperón ( y 8).
Sin ambición de gloria, huérfano de tutoría política,
carente del germen de la envidia, con gran sentido de la lealtad y del respeto
por los hombres que abrazaron junto a él la causa de la Patria, el general
Gregorio Luperón- dijo Joaquín Balaguer- fue “el antípoda del intelectual de
gabinete”. Tampoco buscó serlo, ni hizo alardes de esa condición.
De los próceres de la Restauración hizo un manto sagrado,
un don invaluable, de la causa hizo una pelea permanente que no descuidó ni
relegó un segundo de su vida.
Alcanzada la cima superior del heroísmo, Luperón transitó
ese camino sin vanidad ni ínfulas de grandeza. Su figura, no obstante, no podía
ser despreciada o echada a la orilla del sendero que conducía al futuro, como
quedaron otros de su generación, relegados a un plano inferior.
Su intuitiva formación política esculpió al estratega
militar hasta llevarlo al rango de prócer, ganado sin lisonjear, en el campo de
batalla, con el trabajo duro, exponiendo su vida, protegiendo la condición de
prócer con el celo que emerge del compromiso. Esa fue su responsabilidad:
mantenerse al servicio de la Patria con tesón y sin vacilación.
De una enérgica fibra temperamental, el egregio general
restaurador estuvo, como Alejandro Magno, en primera línea de combate,
inspirando con su ejemplo, inoculando valor a sus tropas. Y es que su ideal,
energizado por un pensamiento superior antillanista, voló por encima de los
mortales que hacían causa común en el proyecto emancipador.
De espíritu guerrero, el general Luperón demostró ser
magnánimo, pues enseñó respetar a los soldados y oficiales que empuñaron la
espada por la causa de la Patria. Con integridad, dedicación y pasión, insufló
en el torrente del quehacer público la sabia fundamental de la nacionalidad.
El guerrero que arrimó su hombro para ser posible la
segunda independencia nacional, no cejó en sus propósitos. Ni ante los criollos
vende patria que intentaron enajenar la soberanía, ni contra el extranjero que intentó
humillar la dignidad nacional.
Aquella máquina de guerra, no se desanimaba en el combate y
enfrentaba los peligros con determinación, parecido al gran estratega George
Washington, el de la revolución norteamericana que derrotó a los británicos en Manhattan.
Por eso, sin haber alcanzado la estatura política y militar, Luperón fue
delegado para afrontar una de las encomiendas más difíciles de los
Restauradores: detener el avance del temido “Marqués de Las Carreras” (Pedro
Santana Familia), a quien no solo frenó, sino que derrotó de manera humillante.
Conciliador, Luperón dio muestras inequívocas de
desprendimiento cuando terminada la lucha por restaurar nuestro territorio hizo
esfuerzos por la unificación de los que, como él, pelearon por la misma causa.
De guerrillero en la causa liberadora, el prócer supo asumir con humildad,
energía y entereza los roles más elevados, ya como general, ministro o
presidente provisional de la República. Pudiera hallarse en esa actitud de
desapego por los cargos, la explicación de por qué cuando resultó escogido
presidente provisional 1879-1880, prefiriera gobernar desde Puerto Plata y
confiar en Ulises Heureaux (Lilís) la representación presidencial en Santo
Domingo, actitud criticada por algunos historiadores.
La crítica viene al debate porque se especula que lo menos
que hizo Heureaux fue guardar las espaldas de su líder en la Capital. El
Partido Azul, no obstante, es el resultado de su visión, de un pensamiento que
ensanchó entre el galopar de su caballo, o sorteando conflictos políticos. Sus
miras se ampliaron cuando entró en contacto con aquellos insignes
puertorriqueños Ramón Emeterio Betances y don Eugenio María de Hostos.
Hombre de temperamento inquieto y genio indomable, Luperón
supo moldearlos, atarlos con el nudo de la humildad y solo dejarlos desbocar
cuando cierta circunstancia de la guerra lo imponía.
Dominó el inglés y el francés sin tener escuela, como no la
tuvo en otros ámbitos, pues como bien apunta Joaquín Balaguer en “Los próceres
escritores”, “cuando se surge, como surgió Luperón, de la noche de la
esclavitud sin el menor elemento de cultura, y se cae después en el tumulto de
las guerras civiles para seguir conduciendo mesnadas sanguinarias, no es
empresa fácil apoderarse de una pluma para escribir, con inspiración
verdaderamente nacional, páginas que la historia no desdeñe o que no puedan ser
prontamente cobijadas por la indiferencia y el olvido”.
Por su temprano despuntar, Luperón se convirtió en una
celebridad de la guerra, la cual ganó por la gallardía y el arrojo demostrados
en los momentos cruciales. Su reputación fue creciendo entre los soldados del
ejército restaurador al mismo ritmo que ascendió el prestigio en las filas
aliadas de aquel genio militar y político Arthur Wellesley, el duque de
Wellington, quien obtuvo un resonante triunfo contra Napoleón Bonaparte en la
batalla de Waterloo, al sur de Bruselas, en Bélgica, territorio que pertenecía
entonces al Reino Unido de los Países Bajos. Cada uno en su medio, Wellington
liderando las fuerzas de varios ejércitos europeos, y Luperón en la guerra que
coronaría la definitiva independencia del nuevo y pequeño Estado.
Ambos fueron ingeniosos en las técnicas empleadas en la
guerra, así como en las formas de liderazgo y de mando. Uno y otro se situaron
siempre a corta distancia de peligro, como suelen hacer los fieros estrategas
militares. Sucedió con Luperón cuando enfrentó a Santana en la batalla decisiva,
pero también se había producido en 1815 cuando Wellington, con el ímpetu que le
hizo famoso, ejerció el mando cerca de la acción, en una actitud casi
temeraria.
Sin entrar en el análisis de las particularidades de las
dos guerras y guardando las diferencias de una y otra, en la forma de los
mandos y el carácter del estratega militar, hay que subrayar la pobreza del
ejército criollo, comparado con el español, que ya venía de confrontaciones en
el continente africano.
Wellington se convirtió, pues, en legendario en Waterloo,
Alejandro Magno lo hizo en Gaugamela (casa de los camellos), territorio ubicado
en la Mesopotamia en el norte de Irak, mientras el general Luperón pasó su
prueba de fuego en el “Sillón de la Viuda” y reiterado su valor, además, en
Arroyo Bermejo y Sabana de Guabatico.
En sus “Apuntes Biográficos”, el soldado de Puerto Plata no
se auto cubre de gloria al narrar los hechos en los que fue protagonista de
primera fila, sino que resalta la valentía, entrega y sacrificio de sus compañeros
de causa, desde los hombres con rango similar, hasta el simple soldado, como se
observa en esta cita, extraída del tomo l de su obra:
“El coronel Benito Monción, envió una carta a Luperón, con
el ciudadano Pedro Antonio Pimentel, pidiendo órdenes sobre lo que debía hacer
con un cañón que tenía, y el resto de su columna. Luperón le escribió que se
concentrara a Sabaneta; pero cuando el valiente Pimentel iba con la orden de
Luperón, el general Hungría con su columna atacaba el puesto avanzado de San José,
camino de Guayubín a Sabaneta, a donde llegaba Pimentel al mismo tiempo. En
vista de esto, como valiente que era, se unió a los de Sabaneta, arrostrando
grandísimos peligros”. Con esas palabras reconoce el general Luperón la
gallardía de sus compañeros.
Aborreció al político cuyo accionar solo tiene un sentido:
el amor al mando. Sin embargo, por el vigor de su carácter reprochó la dejadez
de algunos miembros de su partido, rasgo que lo define como responsable en el
cumplimiento de sus deberes.
Luperón fue siempre el centinela presto a servir de
estandarte a los nobles ideales, un guardián permanente, sin pausas ni
dobleces, no llegó a conciliábulos, tácitos o sobreentendidos con colaboradores
o aliados que pusieran en tela de juicio su honradez y verticalidad.
Cortesía: DiarioLibre
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