Inmolados por la ira de los dioses
El
paso de los siglos no ha podido borrar las huellas del horror. La excavación
del recinto prehispánico de Zultépec-Tecoaque, a 63 kilómetros de la Ciudad de
México, ha sacado a la luz el destino atroz que corrieron en plena conquista
los 550 integrantes de una olvidada expedición de Hernán Cortés. La caravana,
en su camino hacia Tenochtitlán, fue atacada por los acolhuas, aliados de los
aztecas. Llevados al poblado indígena, los prisioneros entraron en un túnel sin
salida. Uno tras otro, fueron sacrificados ante dioses extraños. La pesadilla
duró de junio de 1520 a marzo de 1521. Cuando los hombres de Cortés llegaron al
lugar, ya no quedaba ninguno vivo. La hecatombe se había completado. Y
Zultépec, bajo el hierro español, fue arrasada.
Los
trabajos arqueológicos, reiniciados en agosto pasado tras una primera fase
entre 1993 y 2010, han hallado nuevos vestigios de este infernal cautiverio.
Son las celdas en las que pasaron sus últimos días los prisioneros y que
materializan el abismo al que se enfrentaron las dos civilizaciones. “Lo que
ocurrió ahí fue un ejemplo de choque cultural, pero también un episodio de
resistencia”, explica el responsable de la excavación, Enrique Martínez Vargas,
de Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
La
historia, o al menos una versión de la misma, fue recogida por el propio Cortés
en sus Cartas de relación, y en ella juega un papel clave la expedición de
Pánfilo Narváez, enviado por el gobernador de Cuba para apresar al
conquistador. Al conocer este desembarco, Cortés dejó la recién tomada
Tenochtitlán, la capital azteca, y se dirigió hacia la costa oriental a
enfrentarse a su perseguidor. El 24 de mayo de 1520 le derrotó en Cempoala.
La
victoria duró poco. En Tenochtitlán, tras las matanzas de Pedro de Alvarado, el
poder español se tambaleaba. Cortés se aprestó a volver. Pero antes de partir,
dejó organizada una caravana que tenía que conducir a la capital azteca a enfermos,
mujeres y bienes. En esta expedición, según Martínez Vargas, iban 5 españoles a
caballo y 45 a pie. Les acompañaba un contingente de negros, mulatos, zambos y
tainos procedentes de Cuba, así como unos 350 indígenas mesoamericanos fieles
al conquistador. Completaban el grupo unas cincuenta mujeres y diez niños
pequeños. Ninguno tuvo suerte. Antes de alcanzar su destino, cayeron en manos
de los acolhuas. Era junio de 1520 y la rebelión azteca había prendido.
La
irrupción de medio millar de cautivos en Zultépec dejó huellas profundas. Los
trabajos arqueológicos están destapando los espacios donde se les tuvo
prisioneros. En algunos casos son habitáculos antiguos que fueron desocupados
para darles encierro, otros fueron construidos especialmente para ellos. A
estas trazas arquitectónicas, fuera del recinto ceremonial, se suman vestigios
hallados en anteriores campañas de investigación. Entre ellos destaca un cuenco
azteca en cuyo fondo hay marcada una cruz cristiana, pero también decenas de
figurillas degolladas, unas con rasgos hispanos y otras negroides. Esta
colección, cuyo origen los arqueólogos sitúan en Cuba, se completa con un par
de esculturas que dan alas al espanto: la miniatura de un ángel y la de un
demonio con cuernos de macho cabrío.
Son
los restos de una barbarie de la que nadie escapó. A medida que avanzaba el
calendario, los españoles y sus acompañantes iban siendo inmolados. Su sangre
se vertió en honor de Huitzilopochtli, el dios de la guerra; Tezcatlipoca, el
señor del cielo y de la tierra, y del propio Quetzalcóatl, la enigmática
serpiente emplumada. Entre los cráneos recuperados en la excavación se ha
confirmado la presencia de europeos, así como de una mulata y de numerosos
mesoamericanos. Las huellas de corte evidencian su sacrificio y sugieren la
ingesta ritual de su carne.
Los
frailes españoles que acompañaron la conquista han dejado descripciones de lo
que debieron ser estas ofrendas. A los cautivos se les obligaba primero a
bailar entre cánticos de esclavos; luego eran decapitados, desmembrados y
comidos. Ante el dios de la guerra se les arrancaba el corazón. Los despojos se
arrojaban por las escaleras de los templos. En el caso de la ciudad de
Zultépec, las cabezas fueron exhibidas en un tzompantli, un altar del terror
erigido sobre cientos de cráneos. Otros huesos sirvieron para presidir salas
principales del conjunto arquitectónico.
La
respuesta de Cortés llegó demasiado tarde. El conquistador, a su regreso a
Tenochtitlán, se enfrentó a una furiosa rebelión azteca. Ante su avance, la
noche del 30 de junio de 1520 tuvo que abandonar la capital bajo el viento de
la derrota. Tardaría meses en recuperarse y sólo entonces enviaría una
expedición de castigo.
Cuando
Gonzalo de Sandoval, al mando de 15 jinetes y 200 infantes, llegó al lugar, sus
antiguos compañeros ya no estaban. El sacrificio se había consumado. En una
pared, el capitán de Cortés pudo leer cómo un cautivo había escrito con carbón:
“Aquí estuvo preso el sin ventura de Juan Yuste”. No hubo piedad para los
acolhuas. De poco sirvió su intento de huir. Tampoco les valió, como revelan la
excavaciones, esconder en aljibes todo aquello que habían traído los cautivos.
Zultépec fue devastada. En su lugar sólo quedó una humeante ruina. Y con los
años, el emplazamiento recibió un nuevo nombre: Tecoaque, “el sitio donde los
señores fueron devorados”. El 13 de agosto de 1521, Tenochtitlán se rindió ante
Hernán Cortés.
Cortesía: El PAÍS
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