Lo que la tecnología (no) se llevó
ANÍBAL DE CASTRO
Mando a
distancia en mano, practicaba el zapping cuando me detuve en una emisión de las
denominadas 50 canciones más románticas, asumo que en la era del vídeo. George
Michael entonaba uno de sus éxitos de la década de los ochenta, cuando aún sus
problemas con las drogas pertenecían al arcano. Me llenó los ojos un teléfono
blanco en el extremo de la habitación donde el británico desahogaba
sentimientos con su garganta admirable. Segundos después, me sorprendí de
haberme sorprendido.
Artilugio
inseparable en la historia de vida de quienes cruzamos el medio siglo años ha,
el teléfono hogareño de mesa ya no cuenta. Cuando aparece perdido en una mesa o
rincón en su formato tradicional, apenas timbra. Sí lo hace, número equivocado.
O dobla como íntercomunicador en un mundo rendido al móvil y sus múltiples
virtudes para acercarnos/distanciarnos sin necesidad de alambres engorrosos o volúmenes
incómodos. En la telefonía digital, el tamaño sí que importa.
Curioso que
parezcan tan lejanos esos días del teléfono negro, con disco que luego mutó en
teclado y colores diversos. Dejó de parecer un carrito VW y adquirió cualquier
forma y color, pero siempre presto a sacudirnos y cargarnos de realidad. De
hundirnos en la cotidianidad sin salir de casa. De acrecentar la angustia
cuando su silencio hablaba de amores rotos; y su presencia, de soledad
indeseada, de abandono sobrecogedor. Esclavo de la pared, y nosotros suyos. La
versión inalámbrica apenas permitía alguna libertad dado lo corto del alcance
una vez alejada de la base. Relegado a las oficinas, cada vez repiquetea menos.
No timbra, sino desgrana sonidos tecnos.
Si la versión
casera fija apenas sobrevive, con igual presteza el teléfono público transita
hacia el encasillado de especies en vías de extinción. En los aeropuertos se
aprecian aún los vacíos donde antes había empotradas largas filas de aparatos
monederos, a la espera en calma mecánica de clientes a quienes comunicar a
cambio de pago. Las tradicionales casetas rojas que adornaban el paisaje urbano
del Londres milenario se han ido para no volver. Quedan algunas para el selfi
del turista porfiado. A muchas se las llevó el tiempo implacable. Otras han ido
a dar con su armazón a prueba de intemperie a exhibiciones en lugares remotos,
o a las colecciones de personas deseosas de poseer un sello emblemático de la
gran metrópolis europea. Más fácil se tropieza con un alma caritativa que preste
el móvil que con una cabina telefónica en cualquier ciudad del mundo, nuestro
Santo Domingo de Guzmán incluido.
A different
corner (Una esquina diferente) se llama la canción de George Michael y en ella
pide retroceder en el tiempo y así quizás olvidar. Atrás, olvidados, la casete,
los videodiscos y videograbadores (VCR), cuya defunción fue anunciada
oficialmente en julio pasado “por la dificultad de obtener algunos
componentes”, de acuerdo a la última empresa japonesa que aún los fabricaba.
Acomodados a los cambios tecnológicos, arrojamos al pasado símbolos, memorias y
objetos a los cuales nos acostumbramos de tal manera que los creímos
imprescindibles. El reemplazo implica satisfacción por la certeza de que lo
nuevo será mejor ya que el ingenio humano ambiciona la perfección cuando de
mejorar la calidad de vida se trata.
Paralelo a la
revolución tecnológica, que siembra obsolescencia por doquier, corre el desdén
por las Humanidades, relegadas a los rincones de la alta enseñanza cuando no
exiliadas de universidades donde la sintonía con el mercado reina suprema. De
poco sirve el conocimiento si no engrana con la cadena productiva. Vale decir,
si alejado del objetivo primordial que es la generación de riquezas o el
ensanchamiento de las fronteras de la ciencia, que en el caso se confunde con
la posibilidad de nuevas tecnologías y mercancías. Cuando las cuentas
nacionales no cuadran y advienen las temporadas de vacas flacas, áreas
favoritas de recortes son las artes y todas aquellas actividades destinadas a estimular
el pensamiento y recrear el espíritu. Se regatean los fondos para las
bibliotecas y se asume la cultura como prescindible en la torpe distribución de
los menguados recursos públicos.
Los frutos de la tecnología nacen con fecha de caducidad mientras la
producción estética adquiere valor con las vueltas del calendario, inmunes los
clásicos a la erosión de las modas. Escuchamos con el mismo deleite la música
que hace siglos compusieron los grandes maestros. Ha cambiado el medio, no el
mensaje. Aún es posible disfrutar de música de cámara en un pequeño auditorio,
la intimidad asegurada.
En
contraposición, los frutos de la tecnología nacen con fecha de caducidad
mientras la producción estética adquiere valor con las vueltas del calendario,
inmunes los clásicos a la erosión de las modas. Escuchamos con el mismo deleite
la música que hace siglos compusieron los grandes maestros. Ha cambiado el
medio, no el mensaje. Aún es posible disfrutar de música de cámara en un
pequeño auditorio, la intimidad asegurada. Los restos arquitectónicos de las
antiguas civilizaciones son tesoros invaluables, testimonio cierto de mentes
iluminadas. La Gioconda, de sonrisa misteriosa eternamente en sus labios,
comunica sublimidad sin necesidad del móvil o la antigualla telefónica del
vídeo de George Michael. La admiración se desborda como río huido de lecho
cuando en la Galería Uffizi, en Florencia, El nacimiento de Venus nos colma de
placer estético sin importar cuántas veces antes nos hayamos dejado arrobar por
Botticelli.
Celebramos
con unción quinientos años del nacimiento de dos grandes literatos, Shakespeare
y Cervantes. A su obra accedemos en un ordenador o en la materia prima del
libro sin que varíe un ápice el contenido. La riqueza de esa literatura
majestuosa, imperecedera, reside en los diálogos inteligentes, en el texto
armoniosamente escrito, pero, sobre todo, en los torrentes de ideas y
descripciones, algunas muy sutiles, sobre lo que somos y seremos. Hablamos de
obras maestras, de opus magna; la materialidad de un enlatado se queda a años
luz de esa categoría, mas no las 32 latas de sopa Campbell que inmortalizó Andy
Warhol en 1962 en su celebrada serie de pinturas que revolucionaron el llamado
arte pop.
La
modernidad, decía Adam Kirsch en un artículo reciente en The New Yorker, nada
tiene que ver con el desarrollo tecnológico o un momento preciso de la
historia. Más bien es una apreciación subjetiva, un sentimiento o la intuición
de que “somos en un sentido profundo diferentes de quienes nos antecedieron”.
Sin embargo, añadía, si alguien viniera del pasado se sorprendería por los
avances tecnológicos pero también por la vigencia de las mismas preocupaciones
filosóficas que retaron a los pensadores de la Ilustración. Al cabo de unos
días, apunto yo, manejaría el IPhone 7 con la destreza de una de mis hijas,
aceptaría sin rechistar que careciese de conexión para los auriculares gracias
a la magia del Bluetooth. Aplaudiría cuando tome una foto con la renovada
calidad de la cámara interna y desde el mismo aparato pondría la instantánea a
disposición del mundo en Facebook, Instagram o Snapshot. Sin embargo, el Lázaro
redivivo se sentiría más en casa cuando encuentre un ejemplar de los aportes de
Platón, Sócrates o Aristóteles. Cuando compruebe que en las escuelas (ignoro si
en estas latitudes) se obliga a leer La Ilíada, La Odisea y se debate sobre la
guerra del Peloponeso y los mitos griegos y romanos.
Igualmente,
seguimos sin respuestas a la existencia de un Dios, a cómo de la materia emerge
una idea para modificar la materia, a si hay otros mundos allende el nuestro,
preocupaciones cardinales que han ocupado mentes ilustres desde los albores del
tiempo.
Mientras, me
voy de fin de semana, en fuga del estropicio urbano y ya liberado de la tiranía
del teléfono fijo.
Cortesía: DiarioLibre