sábado, 7 de enero de 2017



Lo que la tecnología (no) se llevó

ANÍBAL DE CASTRO

Mando a distancia en mano, practicaba el zapping cuando me detuve en una emisión de las denominadas 50 canciones más románticas, asumo que en la era del vídeo. George Michael entonaba uno de sus éxitos de la década de los ochenta, cuando aún sus problemas con las drogas pertenecían al arcano. Me llenó los ojos un teléfono blanco en el extremo de la habitación donde el británico desahogaba sentimientos con su garganta admirable. Segundos después, me sorprendí de haberme sorprendido.

Artilugio inseparable en la historia de vida de quienes cruzamos el medio siglo años ha, el teléfono hogareño de mesa ya no cuenta. Cuando aparece perdido en una mesa o rincón en su formato tradicional, apenas timbra. Sí lo hace, número equivocado. O dobla como íntercomunicador en un mundo rendido al móvil y sus múltiples virtudes para acercarnos/distanciarnos sin necesidad de alambres engorrosos o volúmenes incómodos. En la telefonía digital, el tamaño sí que importa.

Curioso que parezcan tan lejanos esos días del teléfono negro, con disco que luego mutó en teclado y colores diversos. Dejó de parecer un carrito VW y adquirió cualquier forma y color, pero siempre presto a sacudirnos y cargarnos de realidad. De hundirnos en la cotidianidad sin salir de casa. De acrecentar la angustia cuando su silencio hablaba de amores rotos; y su presencia, de soledad indeseada, de abandono sobrecogedor. Esclavo de la pared, y nosotros suyos. La versión inalámbrica apenas permitía alguna libertad dado lo corto del alcance una vez alejada de la base. Relegado a las oficinas, cada vez repiquetea menos. No timbra, sino desgrana sonidos tecnos.
Si la versión casera fija apenas sobrevive, con igual presteza el teléfono público transita hacia el encasillado de especies en vías de extinción. En los aeropuertos se aprecian aún los vacíos donde antes había empotradas largas filas de aparatos monederos, a la espera en calma mecánica de clientes a quienes comunicar a cambio de pago. Las tradicionales casetas rojas que adornaban el paisaje urbano del Londres milenario se han ido para no volver. Quedan algunas para el selfi del turista porfiado. A muchas se las llevó el tiempo implacable. Otras han ido a dar con su armazón a prueba de intemperie a exhibiciones en lugares remotos, o a las colecciones de personas deseosas de poseer un sello emblemático de la gran metrópolis europea. Más fácil se tropieza con un alma caritativa que preste el móvil que con una cabina telefónica en cualquier ciudad del mundo, nuestro Santo Domingo de Guzmán incluido.

A different corner (Una esquina diferente) se llama la canción de George Michael y en ella pide retroceder en el tiempo y así quizás olvidar. Atrás, olvidados, la casete, los videodiscos y videograbadores (VCR), cuya defunción fue anunciada oficialmente en julio pasado “por la dificultad de obtener algunos componentes”, de acuerdo a la última empresa japonesa que aún los fabricaba. Acomodados a los cambios tecnológicos, arrojamos al pasado símbolos, memorias y objetos a los cuales nos acostumbramos de tal manera que los creímos imprescindibles. El reemplazo implica satisfacción por la certeza de que lo nuevo será mejor ya que el ingenio humano ambiciona la perfección cuando de mejorar la calidad de vida se trata.

Paralelo a la revolución tecnológica, que siembra obsolescencia por doquier, corre el desdén por las Humanidades, relegadas a los rincones de la alta enseñanza cuando no exiliadas de universidades donde la sintonía con el mercado reina suprema. De poco sirve el conocimiento si no engrana con la cadena productiva. Vale decir, si alejado del objetivo primordial que es la generación de riquezas o el ensanchamiento de las fronteras de la ciencia, que en el caso se confunde con la posibilidad de nuevas tecnologías y mercancías. Cuando las cuentas nacionales no cuadran y advienen las temporadas de vacas flacas, áreas favoritas de recortes son las artes y todas aquellas actividades destinadas a estimular el pensamiento y recrear el espíritu. Se regatean los fondos para las bibliotecas y se asume la cultura como prescindible en la torpe distribución de los menguados recursos públicos.

Los frutos de la tecnología nacen con fecha de caducidad mientras la producción estética adquiere valor con las vueltas del calendario, inmunes los clásicos a la erosión de las modas. Escuchamos con el mismo deleite la música que hace siglos compusieron los grandes maestros. Ha cambiado el medio, no el mensaje. Aún es posible disfrutar de música de cámara en un pequeño auditorio, la intimidad asegurada.
En contraposición, los frutos de la tecnología nacen con fecha de caducidad mientras la producción estética adquiere valor con las vueltas del calendario, inmunes los clásicos a la erosión de las modas. Escuchamos con el mismo deleite la música que hace siglos compusieron los grandes maestros. Ha cambiado el medio, no el mensaje. Aún es posible disfrutar de música de cámara en un pequeño auditorio, la intimidad asegurada. Los restos arquitectónicos de las antiguas civilizaciones son tesoros invaluables, testimonio cierto de mentes iluminadas. La Gioconda, de sonrisa misteriosa eternamente en sus labios, comunica sublimidad sin necesidad del móvil o la antigualla telefónica del vídeo de George Michael. La admiración se desborda como río huido de lecho cuando en la Galería Uffizi, en Florencia, El nacimiento de Venus nos colma de placer estético sin importar cuántas veces antes nos hayamos dejado arrobar por Botticelli.
Celebramos con unción quinientos años del nacimiento de dos grandes literatos, Shakespeare y Cervantes. A su obra accedemos en un ordenador o en la materia prima del libro sin que varíe un ápice el contenido. La riqueza de esa literatura majestuosa, imperecedera, reside en los diálogos inteligentes, en el texto armoniosamente escrito, pero, sobre todo, en los torrentes de ideas y descripciones, algunas muy sutiles, sobre lo que somos y seremos. Hablamos de obras maestras, de opus magna; la materialidad de un enlatado se queda a años luz de esa categoría, mas no las 32 latas de sopa Campbell que inmortalizó Andy Warhol en 1962 en su celebrada serie de pinturas que revolucionaron el llamado arte pop.
La modernidad, decía Adam Kirsch en un artículo reciente en The New Yorker, nada tiene que ver con el desarrollo tecnológico o un momento preciso de la historia. Más bien es una apreciación subjetiva, un sentimiento o la intuición de que “somos en un sentido profundo diferentes de quienes nos antecedieron”. Sin embargo, añadía, si alguien viniera del pasado se sorprendería por los avances tecnológicos pero también por la vigencia de las mismas preocupaciones filosóficas que retaron a los pensadores de la Ilustración. Al cabo de unos días, apunto yo, manejaría el IPhone 7 con la destreza de una de mis hijas, aceptaría sin rechistar que careciese de conexión para los auriculares gracias a la magia del Bluetooth. Aplaudiría cuando tome una foto con la renovada calidad de la cámara interna y desde el mismo aparato pondría la instantánea a disposición del mundo en Facebook, Instagram o Snapshot. Sin embargo, el Lázaro redivivo se sentiría más en casa cuando encuentre un ejemplar de los aportes de Platón, Sócrates o Aristóteles. Cuando compruebe que en las escuelas (ignoro si en estas latitudes) se obliga a leer La Ilíada, La Odisea y se debate sobre la guerra del Peloponeso y los mitos griegos y romanos.
Igualmente, seguimos sin respuestas a la existencia de un Dios, a cómo de la materia emerge una idea para modificar la materia, a si hay otros mundos allende el nuestro, preocupaciones cardinales que han ocupado mentes ilustres desde los albores del tiempo.
Mientras, me voy de fin de semana, en fuga del estropicio urbano y ya liberado de la tiranía del teléfono fijo.


Cortesía: DiarioLibre


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