La
cueva de los sueños olvidados. Se trata de un documental que muestra las
pinturas rupestres de la cueva de Chauvet, descubiertas en 1994 en el sur de
Francia, y de acceso muy limitado. La cámara de Herzog consigue entrar, guiada
por los espeleólogos que se encargan de la conservación y estudio de las
pinturas, de 30.000 años de antigüedad y consideradas, por lo tanto, el primer
arte rupestre conocido. La calidad de las pinturas y su excelente conservación
hace que el espectador comparta la fascinación del cineasta al contemplar lo
que en la película se cataloga como “una de las mayores obras maestras de la
humanidad”.
La
cueva de los sueños olvidados es una de las reflexiones más lúcidas sobre el
espectáculo cinematográfico y sobre la naturaleza del ser humano y nuestra
relación con la cultura que se han visto en la pantalla.
El
documental nos sitúa en los principios de la historia del cine. Así como los
primeros espectadores de los Lumière se asustaron al ver cómo un tren se
acercaba a la cámara, la visión de la película de Herzog nos causa un impacto
hechizante. El cineasta decide filmar en 3D pero no como un artificio
publicitario, no como un fin en sí mismo, sino como un medio de pensar, de
situarnos en la piel de aquellos antiguos artistas del Paleolítico. Porque las
pinturas que se muestran están realizadas en tres dimensiones, aprovechando las
cavidades y relieves de la cueva, de manera que, en todo momento, nos sentimos
allí dentro, acompañando al equipo de director alemán. Nos sentimos como si
estuviéramos en 1895 y asistiéramos por primera vez a una proyección del
cinematógrafo.
Herzog no se conforma con hacer un documental
expositivo, sino que lanza un mensaje político bien definido: nuestro proceso
evolutivo está derivando en involutivo. Lejísimos también de creer en la
ingenuidad de que se vivía mejor en las cuevas y sin televisor, el cineasta sí
nos advierte de la espiral destructiva en la que estamos inmersos dentro de
esta vorágine
ultracapitalista:
el final con la central nuclear situada a escasos kilómetros de la cueva y que
ha generado un ecosistema mutante propio (con especies como cocodrilos albinos)
resulta muy revelador al respecto.
La experiencia sensorial que busca Herzog va más
allá de la mirada. Quiere que pongamos a trabajar nuestros sentidos y nos
imaginemos la vida prehistórica: hace que escuchemos los sonidos y la música de
entonces (con las flautas prehistóricas que han llegado hasta nuestros días),
que oigamos el ruido de la naturaleza, que percibamos el silencio y los olores
del interior de
la
cueva, que escuchemos el rugido de los animales en las pinturas, que sintamos
cómo cazaban los humanos, cómo se vestían y, sobre todo, cómo y por qué
pintaban. Y ése es el reto que nos lanza la película: ¿Por qué pintaban los
seres humanos en aquella época? ¿Por qué, incluso, alguno de ellos dejaba
impresa su firma estampando en numerosas ocasiones su mano pintada de rojo en
la roca? ¿Por qué no se conformaban con representar escenas de caza sino que
también pintaban figuras humanas? Responder a esas preguntas nos lleva al
centro mismo del concepto de la cultura como una actividad humana fundamental,
tan importante como comer, porque es lo que nos distingue como seres humanos,
como entes que reflexionan sobre su propia razón de ser, más allá del instinto
de supervivencia diario. Este hecho, que de tan obvio parece hasta cursi, es lo
que están dinamitando las políticas de derechas actuales con un único fin: que
dejemos de pensar y volvamos a las cavernas, a un sueño profundo desprovisto de
ensoñaciones.
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