Música
La música en tres tiempos
Variedad Los instrumentos de percusión, viento y cuerda son viejos compañeros de la humanidad
Un interesante paralelismo nos propone Kurt Pählen, autor del mejor libro no técnico sobre la historia de la música (una obra maestra didáctica). Supongamos –dice– que la Tierra no hubiese existido durante millones de años, sino un solo año: de un primero de enero a un treinta y uno de diciembre.
Si quisiéramos señalar la llegada del ser humano a nuestro mundo, deberíamos adelantarnos mucho: apenas el 31 de diciembre aparecen los primeros homínidos (a las 6 de la tarde, poco más o menos).
¡Sin embargo, todavía no comienzan los tiempos históricos! Alrededor de una hora y media antes de la medianoche comienza la Historia.
Ahora, otro paso más en esta comparación ilustrativa: ¿cuándo comienza la música en su forma más rudimentaria? Unos quince segundos antes de expirar el último día del año en que hemos sintetizado la vida de nuestro planeta.
¿Debemos sentirnos avergonzados e insignificantes por ese brevísimo lapso? No. Debemos sentirnos orgullosos de que estos “quince segundos” nos hayan bastado para crear la Misa solemne , el Quijote , el David y aun la más simple canción infantil.
La voz del instinto. Las recientes investigaciones científicas posiblemente tornen inexacta la metáfora de Pählen, pero lo importante es ver cuán joven es el arte musical con respecto a la vida humana sobre el planeta.
Al comenzar nuestros 15 segundos, ¿cuál creen ustedes –apelo a su sentido común– que haya sido el primer tipo de instrumento inventado por el hombre? En efecto, la percusión. Es decir, el peculiar sonido de un tronco hueco cuando es golpeado con las manos, el rítmico entrechocar de piedras, la resonancia de cualquier membrana tensa al ser percutida.
Ligada al instinto, al ritmo, a los ritos guerreros y de apareamiento, al cultivo de la tierra, a la palpitación cardíaca, a la sangre, la percusión es la primera manifestación musical de que el hombre fue capaz.
Seguimos adelante. ¿Luego? Luego, un hombre tomó una cañita crecida al borde de un arroyo, sopló a través de ella y observó, atónito, que producía un sonido dulce, apaciguante. ¡Eureka! El principio operativo de todo instrumento de viento había sido descubierto. Este primer “virtuoso” fue el predecesor de Benny Goodman, y su providencial cañita, la antecesora de la flauta, el clarinete, el oboe, el fagot, el corno, la trompeta, el trombón, la tuba y muchos otros instrumentos.
Un poco más tarde, un hombre cuyo nombre nadie conocerá, descubrió que, al tensar una cuerda, esta podía ser puesta en vibración con la uña y producir un sonido reverberante. Ahí tenemos ya la guitarra, el arpa, la mandolina, entre otros instrumentos de cuerda pulsada o rasgada.
Mayor sofisticación tomó el dar con los instrumentos de cuerda frotada, es decir, el violín, la viola, el cello y el contrabajo. Ahí hubo que tensar la cuerda al máximo de su resistencia, y friccionarla con un “arco” de material particular.
Así configuramos las tres familias de instrumentos que desde entonces han constituido la columna vertebral de nuestra producción musical. (Para quienes se pregunten por el piano: es un instrumento a la vez de cuerda y de percusión: cuerdas tensadas golpeadas por martillos activados, a su vez, por teclas, según el principio de la palanca).
La gran orquesta. Este es el instrumento más complejo y polimorfo jamás inventado. Para él también se ha escrito la música más bella del mundo: 104 sinfonías de Haydn, 41 de Mozart, 9 de Beethoven, 5 de Mendelssohn, 4 de Schumann y de Brahms, 7 de Bruckner, 9 de Dvorak, 7 de Tchaikovsky (incluyendo Manfredo )… ¡Qué cornucopia de hallazgos musicales, cada uno más bello que el anterior! No hablemos de oberturas, poemas sinfónicos, ballets , suites …, todas ellas compuestas para orquesta.
Con sustantivas variantes, la orquesta sinfónica evoluciona desde el barroco (siglo XVII) hasta nuestros días, y está lejos de perder vigencia. El período clásico (Haydn, Mozart, Beethoven) privilegió las cuerdas. La plenitud de los instrumentos de viento fue descubierta por el romanticismo: Wagner con los metales (corno, trompeta, trombón, tuba), Tchaikovsky con las maderas (flauta, clarinete, oboe, fagot).
Por último, y muy significativamente, el siglo XX (Bartók, Stravinsky, Ginastera) vuelve a los atavismos instintivos, al clamor de los ritmos guerreros con la percusión (timbales, bombo, platillos, gong, redoblante).
¿Y hoy en día? Aurora u ocaso, es cosa que el tiempo dirá. Sin que los instrumentos “convencionales” pierdan nada de su validez, entramos ahora en la era de la música electrónica. Un cambio radical se ha dado en la dinámica de la ejecución. Un concierto siempre supuso una tríada fundamental: el compositor, el intérprete y el público.
Sin el compositor no hay música posible. Sin el intérprete, la música no pasa de ser una partitura yacente en los estantes de alguna biblioteca. Sin el público, ni el compositor ni el intérprete tienen razón de ser.
La mayor parte de la música electrónica –no toda ella– suprime al intérprete. Se programan los aparatos, se les deja sonar…, y, al finalizar el concierto, el público, entre desconcertado y mistificado, aplaude… unas máquinas que hacen “música”.
Si ponemos el término entre comillas es porque, en efecto, nuestra posición al respecto es menos que escéptica. ¿Conservadurismo? Tal vez. Lo único que esperamos es que en este tipo de música vaya quedando algo de lo esencial humano, aunque sea un poquito.
El balance. Quince segundos: del tronco percutido a la música sintetizada electrónicamente, del instinto a la absoluta intelectualización, pasando por el ascetismo del canto gregoriano, el emocionalismo del barroco, el clasicismo y –sobre todo– el romanticismo; la poesía del sensualismo impresionista; la fascinante regresión a la barbarie –controlada esta vez– de Bartók y compañía…
Avergoncémonos de nuestros genocidios, de nuestras crueldades, de nuestra sañuda destrucción del planeta, pero respiremos hondo y ensanchemos el pecho al contemplar el panorama de toda la belleza que hemos creado. ¿A qué sorprendernos de nuestras atrocidades? ¿No somos acaso descendientes de primates carnívoros, territoriales, feroces?
Lo insólito, lo maravilloso no es cuán bajo hemos caído, sino cuán alto hemos llegado a volar. Tal vez es cuestión de ver si el vaso con agua está medio lleno o medio vacío; pero hagamos profesión de fe y persistamos en creer en el ser humano, incondicional, profunda, irrenunciablemente.
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