sábado, 12 de febrero de 2011

A decir cosas por Aníbal de Castro

Ciudad olvidada

Recuerdo vívidamente cuando por primera vez hollé suelo europeo y la emoción de cuerpo entero que me produjo realizar el sueño largamente ambicionado de encontrarme en la fuente principal de nuestra cultura. En la organización apresurada del viaje en una agencia de vacaciones en Nueva York, comprobé estupefacto que ninguna de las muchas ofertas incluía España, Portugal o Bélgica. La Madre Patria era visita obligada, y no me quedó otra opción que recorrerla de manera independiente antes de incorporarme en Londres a una excursión que me llevaría por otros ocho países. Eran otros tiempos, lejanos ya. Como mi calendario de vida carece de años, baste apuntar que no existe una sola de las cinco aerolíneas en que volé, TWA y Pan Am incluidas.

España alcanzó la categoría de potencia turística, con más visitantes al año que habitantes, y Madrid es una de las capitales europeas más vibrante, atractiva y regia. Esplendorosa, ha recuperado el reconocimiento de aquellas épocas en que el pendón español flotaba en buena parte del mundo viejo y nuevo. Brujas es ya un destino y Bruselas, sede de la OTAN y la Unión Europea, cuenta como la capital mundial de la burocracia. Sin exageración.

Salvo Oporto en el norte, con su sensacional apelación en el mundo noble de los vinos, y el Algarve del sur, sembrado de incontables campos de golf y reductos hoteleros de postín y con garantía de sol casi todo el año, Portugal está fuera de los grandes circuitos turísticos. Y en ese limbo, en que el desconocimiento se mezcla con un pasado que pocos se molestan en evocar, permanece una de las capitales europeas más bellas. Perdón, una de las ciudades en todo el globo con más carácter, riqueza cultural y una suma de posibilidades capaz de satisfacer los gustos más sofisticados y exigentes.

Lisboa, la Antigua, "reposa llena de encanto y belleza, siempre hermosa al sonreír y en el vestir, tan airosa". Se recuesta contra el Atlántico por cuyas venas marinas enfilaron los navegantes portugueses que contribuyeron a forjar la era moderna. Paisaje urbano de colinas empedradas, callejuelas impermeables a los siglos, aires frescos que rizan el río Tajo, otra pieza clave en una historia de grandeza colonial, descubrimientos, hidalguía y vilezas. Herida fluvial que brota en la contigua España, apropiadamente en los Montes Universales, y se desborda en la vastedad del océano tras serpentear 1008 kilómetros, y ya casi al final de su entrega líquida, aparta esta ciudad de encanto y cantos en dos pedazos.

Lisboa para toda la vida, como diría una querida amiga. O para unos días, como es mi caso, pero que siempre serán pocos y mucho en sensaciones, henchidos la imaginación y los sentidos por el pulso de una ciudad que el tiempo durmió y, en venganza o agradecimiento, duerme al tiempo.

No hay necesidad de guías para aprehender Lisboa, sino dejarse llevar por la intuición, abierta al sonido inaudible de los barrios trepados en la geografía de altura o del paseo a orillas del río de cauce amplio domesticado por los puentes, uno de ellos, el 25 de Abril, autoría de los mismos que construyeron el Golden Gate, en la bahía inolvidable del San Francisco donde no sólo en la canción se quedan los corazones. Cuando la mirada se clava en tantas fachadas cubiertas de arriba hasta abajo de azulejos, como si los edificios fuesen una muestra de caprichos, se entiende sin más preámbulos que la urbe es excepcional.

La capital del oeste ibérico no tiene pretensiones, y quizás es ése uno de sus mejores tesoros. Al torcer de cualquier esquina se tropieza con un restaurante de menú impecable, enriquecida la cocina por los productos marinos que dan carácter único a la dieta portuguesa. Apenas con un toque de aliño, el sabor natural brota a raudales de un trozo de bacalao recién salido del horno arropado por una cobija dorada, humeante, crujiente, de papas; un pulpo tocado por las brasas o unos mejillones recién abiertos. Si de pan se trata, la hogaza denota una tradición artesanal que un buen aceite de oliva extra virgen, de los tantos que Portugal produce y que consistentemente figuran entre los mejores del mundo, resalta. Inducida por la calidad, de otro horno, el cerebral, emerge una pregunta pesarosa: "¿Por qué no es éste el pan nuestro de cada día?".

Ese es el yantar cotidiano en una taberna como El León Dorado, a un costado de la Estación del Rossío y de la Plaza Dom Pedro IV, no lejos del Teatro Nacional Doña María II, y con varios siglos sirviendo lo mejor de la gastronomía lusa. Es el corazón del centro histórico, donde se vendían y compraban las mercancías venidas de ultramar, se realizaban corridas de toros y se ejecutaba a los delincuentes. Ágora de todas las historias.

Si el reclamo apunta a la culinaria sofisticada, ejemplo obligado es el restaurant Eleven, asociado a la respetable institución hotelera Rélais et Château, en el final encumbrado de la Plaza del Marqués de Pombal, en un recodo muy bien llamado Jardim Amália Rodrigues, la voz más alta que ha entonado el fado. Cocina de autor, con el chef Joachim Koerper en el comando de los fogones, el refinamiento se advierte desde que se ingresa a un comedor de decorado moderno, rematado por una cristalera al fondo que permite ver toda la plaza y más allá, hasta las aguas del Tajo. Y más allá, hasta unas colinas que se pierden en la bruma que no logra disipar el sol invernal que calienta cuerpo y espíritu, más si provienen de un Londres gélido y agrisado.

Platos que asombran el paladar y lo encaminan por senderos insospechados de sabores arrancados a productos aparentemente comunes, pero cuya combinación y manejo escapa a los comunes mortales. Una crema de castañas, ligera y placentera. Un lenguado en la excelente compañía de un risotto de auyama y de una salsa de cilantro; unas croquetas de conejo, unos quesos nacionales santiguados con mermelada de cardamomo. Y para rayar en la gula, un helado de canela. De los vinos portugueses, sin olvidar los del Dão, me decanto por los del Alentejo; y de esa región bendita por la naturaleza y el Tajo, me sirven un blanco glorioso, Esporão: trazos de hinojo fresco en boca, toque de avellana, caricia mentolada, selección perfecta en un mediodía prometedor de una jornada memorable. Verdad de a puño: no solo de pan vive el hombre, también le hace falta un buen caldo.

Lisboa estrenó las primeras técnicas anti sísmicas después del terremoto de 1755, en los anales de la sismología por su larga duración, que redujo a escombros parte del conjunto urbano. El maremoto y los incendios a continuación empeoraron la catástrofe. En la Lisboa reconstruida con la ambición de superar a París y las grandes capitales europeas, se despliega en un cuadrado enorme la Plaza del Comercio, conectada a otra plaza, la del Rossío por un arco monumental que da a la Rua Augusta, el nombre y la arquitectura a tono con las tiendas de metales preciosos que datan de los tiempos coloniales. Es la antesala del río, no muy lejos del puerto donde hoy atracan de cuando en vez los cruceros en ruta hacia o desde el Mediterráneo al norte europeo.

Alimento para la cultura, la capital portuguesa acoge más de 50 museos. De arte moderno y antiguo, de geografía, de los Descubrimientos, de la navegación y del Oriente, porque también a la lejana Asia llegaron los marinos portugueses, y sentaron reales en la India y la península malaya en búsqueda de las codiciadas especies. Gente intrépida que cambió el mapa y ensanchó los horizontes del mundo de ese entonces, cuando Portugal se batía en varios continentes.

Las noches lisboetas pertenecen al fado, y no hay mejor hogar que los dos barrios emblemáticos de la Lisboa histórica y celebrada en el recuerdo de quienes han aprendido a amarla con su rostro cubierto por el "velo de la nostalgia": el Bairro Alto y Alfama. Al primero se llega por ascensor, escaleras, a pie o en coche. Sus calles estrechas, tapizadas de piedras que la historia ha pisado, son en noches de viernes un compacto humano, una masa juvenil que reclama solaz y lo halla en una miríada de bares y pequeños restaurantes. O, simplemente, a la intemperie, resguardándose de la madrugada ya fría con un trago.

Alfama es más señorial, de belleza recatada, y sus casas de fado han servido de escenario a los artistas más reputados de ese género musical con pentagrama de "saudade", serenata de angustias para el alma desde que escapan las primeras notas de las guitarras, y de la garganta sube una voz a la medida del cielo, en altura y emociones. No imagino Lisboa sin el fado. Sin un rincón en algún local del Bairro Alto o Alfama desde donde oír y ver a estos artistas entonar esas melodías espesas, evocativas, cargadas de nostalgias, desamores y poesía a la vida y a lo que ésta regala y luego se roba. Y, arrobados los sentidos por ese canto profundo que no deja espacio a la distracción porque todo lo cala, sorber despacio un buen brandy, llamémosle por su nombre, un Adega Velha.

Amália Rodrigues murió en 1999, pero nos legó en una canción, Todo es fado, la mejor definición de esa música envolvente: "Amor, celos, ceniza y fuego, dolor y pecado. Todo esto existe; todo esto es triste; todo esto es fado".

Todo, y mucho más que eso, es Lisboa en tan solo unas pocas horas de un fin de semana cualquiera. Y para toda la vida.

Fuente: Diario Libre

No hay comentarios: