miércoles, 21 de febrero de 2018






La dura vida bajo el yugo haitiano.

Por Patricia Pereyra

La cotidianidad discurría entre represiones y precariedades en el Santo Domingo español.

SANTO DOMINGO. En la convivencia de 22 años con los invasores, la población vivió bajo tensión y temor a causa de las medidas de fuerza tomadas por el régimen de Jean Pierre Boyer que afectaron sus intereses, y al final de la dominación haitiana varios trinitarios fueron perseguidos, como los libertadores Juan Pablo Duarte y Francisco del Rosario Sánchez, quien fingió su muerte para eludir la asechanza.

Desde los primeros tiempos de la dictadura extranjera, el gobernante Jean Pierre Boyer tomó disposiciones que desafiaban las costumbres y algunas perjudicaron a los comerciantes de la parte Este.

“Una de ellas fue la decisión de prohibir el 20 de marzo de 1823 todo comercio de exportación entre Haití y las demás islas del Caribe, en donde la invasión de Boyer había provocado disgustos, sobre todo entre las autoridades francesas y españolas y donde se hablaba continuamente del gobierno haitiano”, cuenta el historiador Frank Moya Pons en su obra “La dominación haitiana”.

Entonces, Santo Domingo comerciaba con Cuba, Puerto Rico, Martinica, Saint Thomas y Curazao, a donde viajaban goletas y bergantines cargados de caoba y tabaco y retornaban con importaciones de harina, arroz, telas, piezas de hierro y otras manufacturas.

“Esa medida inició una política de aislamiento comercial que afectó gravemente a los importadores y exportadores de ambas partes de la isla, por lo que la misma no se pudo mantener por mucho tiempo”, agrega el autor.

Además, Moya Pons argumenta: Boyer, “que estaba empeñado en mantener un control estricto de la población del Este, recargó aún más las tensiones al disponer en mayo de 1823 que para ejercer la profesión de comerciante era necesario ser ciudadano haitiano”, y para que los comerciantes residentes y establecidos en la parte española antes de la toma de posesión, obtuvieran ese beneficio, era necesario que prestaran previamente juramento de fidelidad a la República, por ante los tribunales de paz, renunciando formalmente a su cualidad de extrangeros, y “ese privilegio sólo podían adquirirlo en caso de que poseyeran bienes raíces en Haití”, pues de lo contrario no serían considerados sino como verdaderos transeúntes’.

Confrontación con la iglesia católica
La relación del gobierno y la iglesia católica también se mantuvo tirante. El clero rechazaba al régimen, ya que perdió propiedades, sueldos y cargos en la Universidad Santo Tomás de Aquino, cerrada luego de que Boyer ordenara el reclutamiento de jóvenes de 16 a 25 años para alistarlos en el ejército, por lo cual la academia se quedó sin alumnos y cerró.

Además, el arzobispo Pedro Valera rechazó la propuesta de Boyer para que se convirtiera en el obispo de toda la isla e hiciera visitas pastorales a la parte haitiana y tampoco quiso recibir retribuciones del gobierno.

Joaquín Balaguer escribió que, ante las adversas circunstancias que enfrentaba, Valera salió el 28 de junio de 1830 hacia el destierro en Cuba, en compañía de un grupo de religiosos y de algunos laicos. Y contó que “un asesino, pagado probablemente por el usurpador, había atentado pocos meses antes contra su vida”. “La punta del puñal del asesino se partió providencialmente sobre la cruz que el prelado llevaba pendiente del cuello”, agregó el escritor y expresidente dominicano.

También los campesinos del Cibao le hicieron resistencia al régimen, ya que no acataban el mandato de cultivar frutos como el cacao y la caña de azúcar y optaban por dedicar sus energías al corte de madera, a la crianza de ganado y a la montonería, labores a las que estaban acostumbrados y no les demandaban grandes esfuerzos.

En el Este no fue aceptado el trabajo obligatorio con el que los haitianos estuvieron familiarizados en otras épocas y trataron de imponer. La disposición, copiada del código napoleónico, entró en vigencia en Haití en el año 1821, para garantizarles mano de obra a los grandes y medianos propietarios, ya que impedía a los campesinos abandonar los predios donde laboraban.

La medida fue rechazada por los trabajadores haitianos y por los dominicanos. Los haitianos argumentaron que no se habían rebelado contra sus antiguos amos para ser de nuevo esclavos, y los dominicanos se justificaban expresando que habían vivido siempre sin ataduras a la tierra.

En el Santo Domingo español no se concebía ni se aceptaba que se pretendiera cambiar la tradición laboral. En este territorio, el trabajo agrícola se basaba, en gran parte, en la ganadería, en la producción de algodón y tabaco y en el corte de madera.

A pesar de que disponían de miles de tareas, los hatos eran explotaciones medianas, con un número de reses mansas que oscilaban normalmente entre 100 y 300 cabezas. El propietario raramente tenía más de tres esclavos trabajando. Esto implicaba que en el hato prevalecía la cooperación laboral entre el sometido, el propietario y su familia.

En el Este, el objetivo básico del código era garantizar la distribución de tierras y la eliminación del sistema de los terrenos comuneros, de acuerdo a la ley del 8 de julio de 1824, que perjudicó a los grandes propietarios, incluyendo a la iglesia católica.

Pobreza y abandono
El historiador Enrique Patín Veloz legó una descripción de la metrópoli en 1844 y en ese sentido relata que Santo Domingo tenía una pequeña población que vivía entre muros, y que solo dos pequeños barrios, San Carlos y Pajarito, estaban fuera de las tapias.

“Entonces, la ciudad carecía de alumbrado público, la oscuridad la cubría con su negro manto en las noches sin luna. Salvo las iglesias, que eran de piedra y mampostería, y de algunos edificios que eran de tapia, la mayor parte de las casas eran bohíos de techos de yagua y paredes de palma”, describe el autor en “El sentido masónico de la vida y la obra de Duarte”.

Asimismo, explica: “Las calles eran de tierra, carecían de cunetas, y las aceras, cuando las tenían, era desiguales, y fuera de las calles principales, la yerba crecía en muchos sitios de ellas. En el Santo Domingo de entonces, a las nueve de la noche, sus habitantes se recogían en sus casas y sólo circulaban escasos transeúntes, y alguno que otro sereno portando un farol”, relata Patín Veloz.

Rememorando aquellos años de decadencia y degradación, la celebrada poetisa Salomé Ureña escribió su poema “Ruinas”.

Manuel de Jesús Mañón Arredondo expresa en su obra “Crónicas de la Ciudad Primada” que en la Plaza Mayor (hoy parque Colón), que contó siempre con el gran atractivo de sus edificaciones oficiales y particulares, se reunió el pueblo durante el acto de declaración de la Independencia Efímera, proclamada por José Núñez de Cáceres, cuando muchos lanzaron vivas “al nuevo estado independiente nacido e inspirado en las guerras de liberación de América Latina”.

En esa zona residió el general Gerónimo Maximiliano Borgellá, el gobernador de Santo Domingo, quien adquirió la casa, la reformó y la usó como sede del régimen haitiano. Antiguamente la residencia había pertenecido a los Dávila Fernández, y su construcción se le atribuye al mandato de Nicolás de Ovando. En tiempos de la ocupación, el edificio era percibido como símbolo del poderío haitiano.

Hoy el inmueble, conocido como Palacio de Borgellá, puede ser admirado por sus galerías de arcos de influencia francesa y otras características arquitectónicas.

Desprecio a los invasores
El prologando dominio haitiano, iniciado en 1822 y que concluyó con la proclamación de la Independencia dominicana en 1844, causó mucha animadversión entre la población, que carecía de medios de comunicación para airear sus malestares, pues los pocos periódicos habían sido cerrados.

El rumor corría con frecuencia y la gente hacía uso de pasquines y de las décimas sobre cualquier episodio que llamara su atención.

Mucha gente se refería con desprecio a los ocupantes. De acuerdo al escritor César Nicolás Penson, que no se guardó su rechazo a los invasores en su conocido libro “Cosas añejas”, los criollos llamaban a los haitianos “mañeses”, pitíses, balsinos, mombolos, cocolos, chepes, musieses”... Y con la expresión “coco macaco” denominaban a los oficiales.

No obstante, es reconocido que el libertador Juan Duarte, ideólogo de la separación de Haití, no fomentó el odio contra los extranjeros, aunque les mostró a sus correligionarios que entre los dominicanos y los haitianos no era “posible una fusión”.

De hecho, el patricio Duarte escribió: “Yo admiro al pueblo haitiano, veo cómo vence y sale de la triste condición de esclavo para constituirse en nación libre e independiente. Le reconozco poseedor de dos virtudes eminentes: el amor a la libertad y el valor, pero los dominicanos que en tantas ocasiones han vertido su sangre, ¿lo habrán hecho solo para sellar la afrenta de que en premio de sus sacrificios le otorguen sus dominadores la gracia de besarles la mano? ¡No más humillación! ¡No más vergüenza! Si los españoles tienen su monarquía española y Francia la suya francesa; si hasta los haitianos han constituido la República Haitiana, ¿por qué han de estar los dominicanos sometidos ya a la Francia, ya a España, ya a los haitianos, sin pensar en constituirse como los demás? ¡No, mil veces no! ¡No más dominación! ¡Viva la República Dominicana!”


Comiendo “de la tierra”
Desde los parajes San Carlos y Pajarito se suministraban muchos alimentos “de la tierra” a los habitantes de Santo Domingo, donde la mayoría de la gente vivía humildemente, con pocos muebles.

Sin embargo, en la ciudad pedregosa, en cuyas maltrechas calles se amontonaba la basura y se desplazaban algunos carromatos, burros y caballos, sobresalían ciertas edificaciones, construidas en los primeros siglos de la Colonia española, que aún pueden ser admiradas en la Ciudad Colonial.

Entre esos robustos inmuebles se destacaban La Fuerza (hoy Fortaleza Ozama), los fuertes como el de San Gil y San Fernando, la Catedral, la Gobernación, la mansión de Diego Colón (Alcázar de Colón) y residencias señoriales como las conocidas Casa de Bastidas y la Casa del Tostado.

La fertilidad de la tierra y el “conuquismo” de entonces permitían que la población se alimentara con plátanos, guineos, rulos, ñame, yuca, yautía, guáyiga, casabe, miel de abejas, leche de vaca y de burra, arroz, habichuelas, huevos, frutas tropicales, aguacates, carnes de res, cerdo y chivos, aves de corral y pescados y mariscos de agua dulce y salada.

En las rústicas cocinas, ubicadas en los patios, se guisaba con manteca de cerdo en fogones de leña, y se usaban enseres de maderas, barro e higüeros. En las residencias de los pudientes se utilizaban enseres de metales, platos de porcelana y cuberterías importados.

La culinaria estaba muy influenciada por la cultura africana, pues los antiguos esclavos convivían con la población blanca y se elaboraba platos como los pasteles en hoja, arroz y habichuelas, catibías, sanchocho, mangú, mofongo, longanizas, morcillas y fritangas. También se preparaban postres como el jalao y los dulces de coco y leche.

Los poderosos disfrutaban de algunos alimentos extranjeros, tales como jamones, aceitunas, alcaparras, quesos curados, aceite de oliva, y de bebidas como la ginebra, vinos de Oporto, Burdeos, Jerez de la Frontera y licores.

Para saber más...
“Narraciones dominicanas”. Manuel de Jesús Troncoso

“El arzobispo Valera”. Max Henríquez Ureña

“Diario de la independencia”. Adriano Miguel Tejada

“Compendio de la Historia de Santo Domingo”. José Gabriel García

“Biografía de Juan Pablo Duarte”. Orlando Inoa

“Historia social y económica de la República Dominicana”. Roberto Cassá

“Memorias del Foro Gastronómico Dominicano 2015: Identificando la esencia y los matices de nuestros sabores”.

“Los orígenes de la gastronomía dominicana”. Dagoberto Tejeda Ortiz.

“Las frutas de los taínos”. Bernardo Vega.


Cortesía: DiarioLibre

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