La pródiga naturaleza del Santo Domingo español del siglo XIX.
Por Patricia Pereyra.
SANTO DOMINGO. En un hábitat bucólico e incontaminado se
desenvolvía la existencia en la franja territorial habitada por la población de
habla española en los períodos pre y post independentista, según testimonios de
dibujantes, viajeros y escritores.
El Santo Domingo de aquellos tiempos discurría en un ambiente
campestre, de cielo limpio, aire puro y aguas claras y torrentosas que corrían
en ríos, saltos y cañadas, en entornos casi vírgenes, animados por los cantos
de miles de aves que hallaban refugios en árboles frondosos.
“Las alturas corrían como un alargado cinturón desde el pueblo
de San Carlos de Tenerife que data de finales del siglo XVII y terminaba en las
orillas del río Ozama. Eran colinas verdes cubiertas de todos los géneros de
árboles silvestres”, narra Manuel de Jesús Mañón Arredondo, respecto a los
alrededores de Santo Domingo en su libro “Crónicas de la Ciudad Primada”.
Refiere que allí crecían “en forma de un espeso bosque las más
variadas plantas nativas”.
Y agrega que “abundaban las palmas reales, la palmera espinosa o
corozo, el guano, guayabas, matas de mamón, jaguas, jobos, zapotes y mamei, sin
contar los intrincados matorrales llenos de lianas, de bejucos de puerco, palos
de indio, fideos, anamú, el topetope, palos de balsa, hicacos y el caimoí”.
Río Ozama, bordeado de bosques.
Mañón Arredondo evoca que las orillas del río Ozama estaban
bordeadas de ceibos y jabillas, gruesos y altos, con sus ramajes dando sombra
todo el año. “Muchas veces al cruzar esos intrincados matorrales en horas de la
mañana el rocío parecía pender de los árboles hasta más tarde de lo usual”,
añade el autor.
Además, expresa: “En toda la comarca norte soplaba el aire fresco
y puro. El silencio era quieto, salvo cuando se percibían esporádicos tiros de
escopetas de las de ‘ataque’, en las mañanas en que iban los cazadores tras la
caza de las palomas coronitas”.
Recuerda que había allí “miles de ciguas” y carpinteros, bandadas
de búcaros, de los Julián Chiví y pájaros bobos que encontraban refugio natural
en la gran arboleda sin temores a su extinción.
Mañón Arredondo sigue narrando: “Más allá, a la izquierda se
divisaba Punta Torrecilla, muy diminuta, al otro lado de la ciudad en el
centro, la silueta parduzca del ábside de San Francisco, a la derecha el sólido
campanario de la Merced, el más alto de todos los templos capitaleños, al fondo
la iglesia de Regina y casi junto a ella la espadaña de los Padres de Santo
Domingo”.
Expresa que todo remataba bajo el trasfondo del horizonte
marítimo, limpio, sin nubes y sin tiempo... “Por siglos, Santo Domingo durmió
bajo las faldas de sus serradas, sin salir de sus prisioneros muros
defensivos”, dice.
Para la época la economía de la parte Este de la isla se basaba
en el cultivo del tabaco, en el corte de madera, especialmente de la caoba, y
en la ganadería.
Entonces, había en la parte española “unas pequeñas fundaciones
llamadas conucos (lugares cercanos para cultivar) nombre que equivalía al de
habitación de víveres o plazas de víveres en las islas francesas; es la
parcelación ordinaria de algunos colonos de poca fortuna, y más comúnmente de
hombres de color y libertos”, testimonia Médéric Louis Élie Moreau de
Saint-Méry en su descripción de la parte española.
Posteriormente, en la década de 1860 y 1870 la explotación de
los árboles útiles de la República Dominicana aumentó, lo cual produjo cierto
agotamiento o extinción local de determinadas especies de árboles.
“Las tasas de deforestación se incrementaron a finales del siglo
XIX, debido a la eliminación de bosques para establecer plantaciones de azúcar
y otros cultivos comerciales...”, plantea Jared Diamond, traducido por Ricardo
García Pérez, en el libro “Colapso”.
Las miradas de Samuel.
También dejó una inestimable iconografía y muy buenas
informaciones sobre la época el norteamericano Samuel Hazard, que llegó a Santo
Domingo a finales de 1870 o 1871, como parte del equipo de investigadores que
acompañó a la comisión de senadores nombrada por el Congreso de Estados Unidos
para evaluar la posible anexión del territorio dominicano a esa nación.
En su libro “Santo Domingo, su pasado y presente” el viajero
enfatizó que la principal actividad comercial de la capital era el embarque de
caoba, tintes y maderas finas procedentes del interior, así como del cuero de
los rebaños del Seybo.
También escribió que la pureza del aire le recordaba la de
Trinidad de Cuba, considerada la localidad más sana de aquella isla. “Y aunque
Santo Domingo no se halla situada en la alta montaña como Trinidad, parece
igual de fresca y saludable a causa de las frescas brisas nocturnas procedentes
de las colinas, mientras que de día llegan desde el mar”, puntualizó.
Hazard vislumbró tempranamente que Santo Domingo podía ser un
atractivo para el turismo.
“La ciudad podría constituir un lugar adecuado para una
residencia invernal de inválidos, y ofrecería una hermosa oportunidad a los
hoteleros emprendedores de establecer casas en el interior o en las afueras de
la ciudad para residencia de las gentes deseosas de escapar de los inviernos
septentrionales”, expresó.
Dibujos de Taylor.
La comisión de senadores mencionada también estuvo asistida por
uno de los mejores dibujantes y acuarelistas de los Estados Unidos, el
corresponsal gráfico James E. Taylor, quien se hizo famoso por sus pinturas y
dibujos de la expansión norteamericana en el lejano oeste, las guerras contra
los indios y el período de la reconstrucción, luego de terminada la guerra
civil norteamericana.
De colección dominicana de Taylor algunos autores han publicado
imágenes de Santo Domingo como Emilio Rodríguez Demorizi, en su libro “Pintura
y Dibujo en Santo Domingo”, y Bernardo Vega en la obra “Imágenes del Ayer”.
Viñetas literarias de Bonó.
Francisco Bonó plasmó vívidas descripciones de un paisaje rural,
entre Cabo Samaná y el Cabo Viejo Francés.
Escribió: “El terreno de estos sitios, salvo los ya dichos
cenagales, está sembrado de esa robusta, rica y variada vegetación de Santo
Domingo. Bosques limoneros, majagua y uveros cubren el litoral con una entrada
de doce leguas al interior y sirven de guarida a una infinidad de puercos
montaraces, cuya caza es la ocupación de todos los habitantes que pueblan ese
espacio, y el producto de las carnes la única renta que poseen”.
En el prólogo para una reedición de la obra, por parte del
Archivo General de la Nación, el historiador Roberto Cassá manifestó que Bonó
efectuó una radiografía de la cultura rural decimonónica.
“Este pequeño libro contiene un extraordinario valor para
conocer lo que fue la vida del campesinado en el siglo XIX. Es probable que
ninguna otra obra literaria o ningún tratado sociológico ─incluidos los del
propio Bonó─ informen sobre el mundo campesino como lo hace “El montero”, opinó
Cassá acerca de la novela publicada por primera vez en el periódico El correo
de ultramar, en París, en 1856.
Bonó, nacido en 1829 y fallecido en 1906, no solo describe con
mucha precisión y coloridos detalles los paisajes campestres. Además, esboza
tipos humanos, comportamientos, tradiciones, caracteres, vestimentas, bailes,
comidas y otros aspectos de la vida cotidiana.
Cassá destaca que “Duarte, Santana, Jimenes o Báez están
ausentes” en el texto referido al mundo olvidado del campo, donde residía el
90% de los dominicanos y sostiene que la novela de Bonó abre el camino a un
enriquecimiento de la historia social.
Para saber más...
“Descripción de la Parte Española de la Isla de Santo Domingo”.
M. L. Moreau de Saint-Méry.
“Santo Domingo, su pasado y presente”. Samuel Hazard.
“Crónicas de la Ciudad Primada”. Manuel de Jesús Mañón
Arredondo.
“Otras miradas a la historia dominicana”. Frank Moya Pons.
“Santo Domingo colonial, estudios históricos siglos XVI al
XVIII”. Antonio Gutiérrez Escudero.
Cortesía: DiarioLibre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario