sábado, 2 de febrero de 2008

CINEANALISIS.





















Stanley Kubrick: A clockwork orange (La naranja mecánica, 1971)

Escrito por Eugenio Sánchez Bravo*
Jueves, 17 de enero de 2008

Ficha técnica:
Director: Stanley Kubrick
Guionistas: Stanley Kubrick sobre la novela homónima de Anthony Burgess
Productor: Stanley Kubrick
Fotografía: John Alcott
Estreno: Diciembre de 1971 (Estados Unidos) 1972 en Santo Domingo

Sinopsis:
La película, a pesar de resultar muy experimental en algunos aspectos, tiene una estructura dramática clásica. Se divide en tres partes:

la primera narra las correrías de Alex (paliza a un mendigo, pelea a muerte con la banda de Billy boy, asalto a la casa del escritor y violación de su mujer en su presencia, agresiones a sus drugos -amigos- y el asesinato de la señora de los gatos),

la segunda, la prisión y el psiquiátrico donde es sometido a un tratamiento para convertirse en buen ciudadano,

y la tercera su reinserción social y la venganza que sufre a manos de una banda de viejos, sus antiguos drugos convertidos en policías y el escritor y sus secuaces. Tras un intento de suicidio y un largo período en coma despierta de nuevo su personalidad salvaje.

A través de la historia de Alex, Kubrick reflexiona sobre la naturaleza del mal. Admitiendo que la psiquiatría conductista ha conseguido elaborar métodos de tortura capaces de forzar a Alex a la bondad, Kubrick señala que bondad y maldad son palabras que sólo pueden aplicarse a seres humanos libres. Concluye, además, que la violencia arbitraria de Alex es menos peligrosa que la violencia sistemática del Estado, con sus prisiones, sus psiquiátricos, su policía o la violencia reactiva de la venganza (los viejos, el escritor, sus subordinados, etc.)

El significado del título de la película, La naranja mecánica, tiene que ver con lo anterior tal y como lo aclara Anthony Burgess en el prólogo a su novela: "...por definición, el ser humano está dotado de libre albedrío, y puede elegir entre el bien y el mal. Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado, ya que está sustituyéndolos a los dos) le darán cuerda. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante es la elección moral. La maldad tiene que existir junto a la bondad para que pueda darse esa elección moral. La vida se sostiene gracias a la enconada oposición de entidades morales. (...) No creo tener que recordar a los lectores el significado del título. Las naranjas mecánicas no existen, excepto en el habla de los viejos londinenses. La imagen era extraña, siempre aplicada a cosas extrañas. «Ser más raro que una naranja mecánica» quiere decir que se es extraño hasta el límite de lo extraño. En sus orígenes «raro» [queer] no denotaba homosexualidad, aunque «raro» era también el nombre que se daba a un miembro de la fraternidad invertida. Los europeos que tradujeron el título como Arancia a Orologeria o Orange Mécanique no alcanzaban a comprender su resonancia cockney y alguno pensó que se refería a una granada de mano, una piña explosiva más barata. Yo la uso para referirme a la aplicación de una moralidad mecánica a un organismo vivo que rebosa de jugo y dulzura."

Intérpretes: Malcolm McDowell....Alex DeLarge, Patrick Magee....Frank Alexander, Sheila Raynor....Madre de Alex, Anthony Sharp....Ministro, Philip Stone....Padre de Alex, Richard Connaught....Billy-boy, Cheryl Grunwald....Víctima de violación, Virginia Wetherell....Actriz, David Prowse (futuro Darth Vader)...Culturista

Banda sonora: Walter Carlos (después Wendy Carlos por cambio de sexo, autor del tema principal de la película y los arreglos de Beethoven), Edward Elgar (Pomp and Circumstance March No. 1 y 4 -1901-), Gioacchino Rossini (Guillermo Tell -1829- y La Gazza Ladra -1817-), Ludwig Van Beethoven (Novena sinfonía, segundo y cuarto movimiento), Gene Kelly (interpretando Singin' in the rain)

Aspectos psicológicos, filosóficos y otras curiosidades de La naranja mecánica.La influencia del psicoanálisis de Freud en los planteamientos antropológicos de la película es muy importante. Obsérvese como Kubrick insiste en que el fondo de la naturaleza humana lo habitan las pulsiones sexuales y agresivas. La energía sexual está íntimamente ligada a la energía destructiva. Sobre el acto sexual sobrevuela con frecuencia el ansia de dominación, humillación y aniquilación. Esto se resume en la escultura fálica con la que Alex machaca el cráneo de la señora de los gatitos. Esta culpabilización del ser humano, considerado malvado por naturaleza es típica de la mentalidad judeo-cristiana que comparten tanto Freud como Kubrick. Recuérdese que Alex duerme junto a una serpiente, símbolo del pecado original.

Anthony Burgess siempre estuvo en desacuerdo con la adaptación de Kubrick precisamente por esta visión tan pesimista del ser humano. Cuenta que la edición norteamericana de la novela había sido amputada de su capítulo final, el 21. El editor estadounidense consideraba que ese último capítulo, en el que Alex, aburrido de la ultraviolencia, decide enfocar sus energías hacia algo más productivo como crear música o tener hijos, era una traición al resto de la novela. Informó a Burgess de que deseaba publicar la novela sin ese último capítulo. Este, necesitado de dinero, aceptó. De este modo, la edición norteamericana del libro no contaba con ese último capítulo, y esta fue la versión que Kubrick utilizó.

Burgess entiende que la mentalidad, tanto del editor estadounidense como de Kubrick, es la clásica mentalidad judeo-cristiana que opina que el hombre es malvado, cainita, por naturaleza. Su destino irremediable es el pecado en forma de sexo y violencia. Esta visión pesimista del ser humano excluye la posibilidad del uso de la libertad para el progreso moral o la posibilidad de que la educación termine dando frutos positivos. Para el cristianismo, Freud y Kubrick, el ser humano está condenado de antemano. Su perdición es irremediable. Burgess está diametralmente en contra de este punto de vista y esa es su principal crítica a la película.

Aunque la película sigue más o menos fielmente los capítulos de la novela la brillantez cinematográfica de la misma se debe completamente a Kubrick. Este lleva a cabo una adaptación magistral incluyendo elementos no existentes en la novela y que, con el tiempo, se han convertido en momentos clásicos del cine como, por ejemplo, la decoración del bar lácteo Korova donde servían leche plus, la decoración estilo 2001 de la casa del escritor, las sombras amenazantes que se acercan al mendigo acorralado, la perfecta conjunción de la música (Beethoven, Rossini, Elgar y Singin' in the rain) y las imágenes, las narices prominentes de descaradas connotaciones fálicas, el falo-mecedora, ...

El tratamiento Ludovico. Es el tratamiento que le aplican a Alex para abortar en él cualquier impulso agresivo y sexual. Funciona del mismo modo que la terapia conductista de estimulación aversiva que se le aplica al alcohólico para ayudarlo a abandonar su adicción: el paciente llega a considerar repugnante el alcohol y abandona su consumo gracias al uso de fármacos como el Disulfiram, que provoca fuertes y repentinas resacas siempre que se consuma alcohol. Así, Alex aprende a rehuir cualquier los reflejos violentos o sexuales gracias a una medicación semejante administrada repetidamente durante el visionado de material violento.

Que la psiquiatría conductista lleva buscando el modo de deshacer la mente del individuo para volver a reconstruirla a su antojo es evidente desde sus inicios. Ahora bien, suele asociarse la psiquiatría y la medicina con la búsqueda hipocrática de lo mejor para paciente. Sin embargo, quienes han desarrollado los actuales métodos de tortura empleados en Guantánamo y otras cárceles administradas por la CIA han sido psiquiatras conductistas. Su obsesión es desarmar la mente del enfermo (terrorista, violador, antisocial...) y volver a reconstruirla sobre unos fundamentos más civilizados. Desgraciadamente, la psiquiatría conductista sólo ha tenido éxito en la primera parte del proyecto, es decir, en destruir la mente de sus pacientes. En este trabajo son auténticos expertos.

La periodista Naomi Klein relata en su reciente libro La doctrina del shock, el auge del capitalismo del desastre los orígenes del despiadado plan psiquiátrico que se ejecuta en la película y en cualquier cárcel de la CIA.

A partir de los años cincuenta, Ewen Cameron (Presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría, de la Asociación Canadiense de Psiquiatría y de la Asociación Mundial de Psiquiatría) se había apartado del enfoque estándar freudiana, la "terapia conversacional", que se empleba para deducir las "causas arraigadas" de las enfermedades mentales de los pacientes. Su ambición era recrear la mente de sus pacientes, en lugar de curarles o arreglar lo que fuera disfuncional, y para ello utilizaba un método de su invención, llamado «impulso psíquico».

Según sus publicaciones de la época, Cameron creía que la única forma de enseñar a sus pacientes a comportarse de forma sana y estable era meterse dentro de sus mentes y «quebrar las viejas pautas y modelos de comportamiento patológico». El primer paso consistía en «erradicar las pautas», cuyo objetivo era asombroso: devolver la mente al estado en que Aristóteles describió como «una tabla vacía sobre la cual aún no hay nada escrito», una tabula rasa. Cameron creía que se podía alcanzar dicho estado atacando el cerebro con todos los elementos que interfieren en su funcionamiento normal. Todos a la vez. Eran las tácticas militares de «shock y conmoción» desplegadas en el campo de batalla de la mente humana.

A finales de los años cuarenta, la técnica del electroshock se estaba popularizando entre la clase psiquiátrica de Europa y América del Norte. Causaba un daño permanente menor que la lobotomía, y parecía que funcionaba: los pacientes histéricos a menudo se calmaban, y en algunos casos las descargas eléctricas devolvían una cierta lucidez a las personas. Pero se trataba solamente de datos observados, y ni siquiera los médicos que habían desarrollado la técnica podían ofrecer una explicación científica de su funcionamiento.

Sin embargo, conocían bien sus efectos secundarios. No había ninguna duda de que el electroshock podía causar amnesia en el paciente. Se trataba del principal problema asociado con el tratamiento. Estrechamente relacionado con la pérdida de memoria, el otro efecto secundario del que había constancia era la regresión. Los médicos indicaron que en docenas de estudios clínicos, en los momentos inmediatamente posteriores al tratamiento, los pacientes se chupaban el dedo, adoptaban la posición fetal, había que alimentarles como a bebés, y lloraban reclamando a sus madres (a menudo confundían a enfermeras y médicos con sus padres y madres). Esta etapa de comportamientos solía desaparecer rápidamente, pero en algunos casos, cuando las sesiones de electroshock eran numerosas, los médicos informaban de casos en los que la regresión de los pacientes era completa, llegando éstos a olvidarse de andar y de hablar.

(...) Cameron lo veía de forma muy distinta: como una tabla rasa, libre de las costumbres nocivas del pasado, sobre las cuales se podían crear nuevas pautas y nuevos modelos de comportamiento. Para él, «la pérdida masiva de memoria» que traía consigo el electroshock no era un desafortunado efecto secundario: era el aspecto esencial del tratamiento, la clave para arrastrar al paciente a un estado anterior de su desarrollo mental, «mucho antes de que la esquizofrenia y los comportamientos perturbados hicieran su aparición». (...)

Para «borrar la pauta» de sus pacientes, Cameron utilizó un instrumento relativamente nuevo, llamado Page-Russell, que administraba hasta seis descargas consecutivas en vez de una. Frustrado por el hecho de que sus pacientes seguían aferrándose a los retazos de sus personalidades originales, Cameron los desorientó aún más con anfetaminas, ansiolíticos y drogas alucinógenas: clorpromacina, barbitúricos, pentotal sódico, óxido de nitrógeno (el conocido «gas de la risa»), metanfetamina, Seconal, Nembutal, Veronal, Melicone, Thorazine, largactil e insulina. Cameron escribió en un artículo en 1956 que gracias a estos fármacos, el paciente «se desinhibía y sus defensas se debilitaban». Una vez se completaba el proceso de «eliminación de las pautas» del paciente, y su anterior personalidad había sido satisfactoriamente borrada, el proceso de implantación de conducta podía empezar. Consistía en que Cameron hacía escuchar a los pacientes cintas grabadas con mensajes como: «Usted es una buena madre y una buena esposa, y la gente disfruta de su compañía». En tanto que psicólogo conductista, creía que si sus pacientes se impregnaban de los mensajes grabados en la cinta, empezarían a comportarse de forma distinta.

Con pacientes bajo estado de shock y drogados hasta un extremo vegetativo, éstos no podían sino escuchar los mensajes, durante dieciséis o veinte horas al día durante semanas. En una ocasión, Cameron le hizo escuchar a un paciente la cinta de forma ininterrumpida durante 101 días.
A mediados de los años cincuenta, varios investigadores de la CÍA se interesaron por los métodos de Cameron. Era el principio de la histeria de la Guerra Fría, y la agencia acababa de lanzar un programa de operaciones encubiertas para investigar lo que llamaban «técnicas especiales de interrogatorio». Un memorando desclasificado de la CÍA explica que el programa «examinaba y analizaba numerosas técnicas de interrogación poco habituales, incluyendo el acoso psicológico y otros métodos como el aislamiento total, así como el uso de drogas y sustancias químicas». El proyecto conoció el primer nombre en código de Bluebird, luego Proyecto Alcachofa y finalmente fue bautizado como MKUltra en 1953. Durante la siguiente década, MKUltra gastó más de veinticinco millones de dólares en busca de formas nuevas de romper la voluntad de un prisionero sospechoso de comunismo o de ser agente doble. Más de ochenta instituciones participaron en el programa, incluyendo cuarenta y cuatro universidades y doce hospitales.

(...) si se descubría que la CÍA estaba probando drogas peligrosas en suelo americano, existía la posibilidad de que se le diera carpetazo al programa. En ese punto entraron en escena los investigadores canadienses, y el interés de la CÍA en sus actividades. El inicio de la relación se remonta al 1 de junio de 1951, en una reunión a tres bandas entre agencias de inteligencia de diversas nacionalidades y un grupo de científicos en el Ritz-Carlton de Montreal. El tema del encuentro era la creciente preocupación que sentía la comunidad internacional de las agencias de inteligencia occidentales ante la posibilidad de que los comunistas hubieran descubierto un método para «lavar el cerebro» de los prisioneros de guerra. El motivo de esa inquietud era que los soldados norteamericanos cautivos en Corea aparecían frente a las cámaras, al parecer cooperando, para denunciar el capitalismo y el imperialismo. Según las actas desclasificadas de esa reunión en el Ritz, los asistentes —Omond Solandt, presidente del Comité de Investigación para la Defensa canadiense; sir Henry Tizara, presidente del Comité de Investigación para la Defensa británico, asi como dos representantes de la CÍA— estaban convencidos de que las potencias occidentales debían descubrir urgentemente la forma en que los comunistas lograban arrancar esas impresionantes declaraciones de los soldados. El primer paso era llevar a cabo un «estudio clínico de casos reales» para analizar si los lavados de cerebro podían funcionar. El objetivo declarado de esta investigación no era utilizar el control mental en los prisioneros, sino preparar a los soldados de las potencias occidentales para las técnicas coercitivas a las que podrían ser sometidos en caso de ser capturados.

Por supuesto, la CÍA tenía otros intereses. Sin embargo, ni siquiera en una reunión confidencial y a puerta cerrada como la que se desarrolló en el Ritz, podía admitir abiertamente que le interesaba desarrollar métodos alternativos de interrogatorio. No después de las revelaciones acerca de los sistemas de tortura nazi que habían provocado un rechazo unánime en todo el mundo.

Uno de los asistentes a la reunión del Ritz era el doctor Donald Hebb, director del Departamento de Psicología en la Universidad McGill. Siempre según las actas desclasificadas, frente al misterio de las confesiones de los soldados capturados, Hebb especuló con la posibilidad de que los comunistas estuvieran manipulando a los prisioneros colocándolos en celdas aisladas e impidiéndoles el uso de los sentidos. Los jefes de inteligencia se quedaron muy impresionados, y tres meses después Hebb recibió una beca de investigación del Departamento de Defensa de Canadá, para llevar a cabo una serie de experimentos de privación sensorial. Hebb pagó veinte dólares a un grupo de sesenta y tres estudiantes de McGill para que se sometieran a aislamiento sensorial: encerrados en una habitación, con gafas oscuras, cascos con cintas de ruido monocorde, y tubos de cartón sobrepuestos a sus manos y pies para enturbiar su sentido del tacto. Durante días, los estudiantes flotaron en un mar vacío, sin ojos, orejas o manos que les orientaran, viviendo cada vez más intensamente al ritmo de los vaivenes de su imaginación. Para comprobar hasta qué punto la privación sensorial los hacía vulnerables al «lavado de cerebro», Hebb empezó a pasarles cintas de voces que sostenían que los fantasmas existían, o que la ciencia era una superchería. Antes del experimento, los estudiantes habían declarado que no estaban de acuerdo con esas ideas.

En un informe confidencial acerca de los descubrimientos de Hebb, el Comité de Investigación para la Defensa llegó a la conclusión de que la privación sensorial claramente causaba un estado de confusión extrema, así como alucinaciones, en los sujetos del experimento. El informe seguía diciendo: «Se produce una reducción significativa y temporal de la capacidad intelectual durante e inmediatamente después del período de privación de la percepción». Además, la curiosidad estimulada de los estudiantes les hacía más receptivos a las ideas que enunciaban las cintas, y sorprendentemente varios de ellos desarrollaron una afición por las ciencias ocultas que duró varias semanas después de la finalización del experimento. Era como si la privación sensorial hubiera borrado parcialmente sus mentes, y los estímulos sensoriales aplicados durante el proceso hubieran reescrito sus pautas de conducta.

La CÍA recibió una copia del principal estudio de Hebb, y también se enviaron cuarenta y un y cuarenta y dos ejemplares para la Armada y el Ejército de Estados Unidos, respectivamente. La CÍA también controlaba los experimentos a través de uno de los ayudantes de Hebb, Maitland Baldwin. Este, sin saberlo Hebb, informaba directamente a la agencia. El vivo interés de la CÍA no resultaba nada sorprendente: como mínimo, Hebb había demostrado que un período de aislamiento intensivo podía llegar a interferir en la capacidad de pensar claramente y hacía que las personas se inclinaran con más facilidad ante las sugerencias o indicaciones de sus captores. Eran ideas que no tenían precio para un interrogador. Hebb finalmente se dio cuenta de que los frutos de su investigación tenían un enorme potencial, y que no solamente podían emplearse para la protección de los soldados capturados, sino también como un protocolo para la tortura psicológica. En la última entrevista que concedió en 1985, antes de fallecer, Hebb declaró: «Cuando enviamos nuestro informe al Comité de Investigación para la Defensa comprendimos que estábamos describiendo unas técnicas de interrogatorio cuya potencia era tremenda».

El informe de Hebb indicaba que cuatro de los estudiantes «comentaron espontáneamente que el propio experimento era una forma de tortura», lo que equivalía a decir que si les obligaba a permanecer en el marco del estudio más allá de su umbral de resistencia —dos o tres días— estaría violando la ética médica. Consciente de las limitaciones que eso impondría en el experimento, Hebb escribió que no podía obtener «resultados más depurados» porque «no es posible obligar a ios sujetos a permanecer de treinta a sesenta días en condiciones de privación sensorial».

Quizá no era posible para Hebb, pero su colega en McGill y archirrival académico, el doctor Ewen Cameron, no tenía ningún problema. (En un momento de franqueza, Hebb tildó a Cameron de «criminalmente estúpido».) Cameron ya estaba convencido de que la destrucción violenta de las mentes de sus pacientes era el primer paso necesario para que emprendieran su viaje de regreso a la salud mental, y por lo tanto no constituía una violación del juramento hipocrático. En cuanto al tema de la autorización del paciente, tampoco era un problema. Estaban a su merced, pues el formulario estándar de ingreso en el hospital prácticamente confería a Cameron un poder absoluto para dictaminar el tratamiento requerido. Incluso podía recomendar una lobotomía total.
Aunque había estado en contacto con la agencia durante años, Cameron obtuvo su primera beca de la CÍA en 1957, a través de una organización pantalla denominada Sociedad para la Investigación de la Ecología Humana. A medida que los dólares de la CÍA fueron a parar a las arcas del Alian Memorial Institute, éste se parecía más y más a una prisión macabra y menos a un hospital.

El primer cambio consistió en incrementar brutalmente la dosis de electroshocks. Los dos psiquiatras que inventaron la polémica máquina Page-Russell recomendaban cuatro tratamientos por paciente, con un total de veinticuatro shocks individuales. Cameron empleó la máquina en sus pacientes dos veces al día durante treinta días, alcanzando la escalofriante cifra de 360 descargas por paciente.Añadió más drogas experimentales al cóctel que recibían, ya de por sí explosivo; a la CÍA le interesaban particularmente las que alteraban la percepción sensorial, como el LSD y la fenciclidina.

También añadió otras armas a su arsenal de manipulación mental: privación sensorial e incremento de la duración de los ciclos de sueño, un doble proceso que, según él, «reduciría las defensas del sujeto», haciéndolo más receptivo a los mensajes de las cintas. Gracias a la financiación de la CÍA, Cameron convirtió los antiguos establos de la parte posterior del hospital en espacios individuales de aislamiento. También remodeló el sótano cuidadosamente, construyendo una habitación que denominó la «celda de aislamiento». La estancia se insonorizó, aunque instaló altavoces para emitir ruido blanco, un sonido monocorde permanente. Eliminó la iluminación y cada paciente recibió un par de anteojos oscuros y «tapones de goma» para las orejas. Sus brazos y piernas fueron forrados con tubos de cartón, «impidiendo que los sujetos toquen su propio cuerpo, y logrando así interferir en la percepción que tienen de su propio cuerpo», tal y como Cameron describió en un artículo publicado en 1956. Pero en lugar de someter a los sujetos a un par de días de privación sensorial intensa, como los estudiantes de Hebb que no pudieron aguantar más, Cameron los obligó a permanecer en ese estado durante semanas. Uno de ellos se pasó treinta y cinco días en la celda de aislamiento.

Otro de los experimentos de Cameron con los sentidos de sus pacientes tenía lugar en la sala del sueño, donde se les mantenía en un estado de duermevela a base de fármacos y drogas, durante veinte o veintidós horas al día, con enfermeras turnándose cada dos horas con el único propósito de evitar llagas, alimentar a los pacientes y aliviar sus necesidades urinarias y fecales. Los pacientes permanecían en dicho estado de quince a treinta días, aunque Cameron informó que «algunos pacientes han superado los sesenta y cinco días de sueño continuo». El personal del hospital tenía instrucciones de no permitir que los pacientes les dirigieran la palabra. Tampoco debían darles ninguna información acerca del tiempo que iban a permanecer en la habitación. Para asegurarse de que nadie lograra escapar de esa pesadilla, Cameron administró a un grupo de pacientes pequeñas dosis de curare, droga que provoca una parálisis física, convirtiéndolos, literalmente, en prisioneros de sus propios cuerpos.

En un artículo publicado en 1960, Cameron afirmaba que «existen dos principales factores que nos permiten mantener una imagen espacial y temporal». Es decir, que nos permiten saber quiénes somos y dónde estamos. Esas dos fuerzas son «a) una fuente continuada de información sensorial y b) nuestra memoria». Gracias al electroshock, Cameron aniquilaba la memoria; mediante las celdas de aislamiento, destruía todo origen de información sensorial. Estaba decidido a forzar la completa pérdida de sentidos en sus pacientes, hasta que no supieran dónde estaban ni quiénes eran. Cuando se dio cuenta de que algunos pacientes conseguían saber la hora que era gracias a las comidas diarias, Cameron ordenó a la cocina del centro que mezclara los platos y las horas: servían sopa para desayunar y leche con cereales para cenar. «Al variar los intervalos y cambiar el menú esperado pudimos romper el ciclo horario de alimentación que los pacientes habían desarrollado», informaba Cameron con satisfacción. Aun después de aquello, descubrió que a pesar de sus esfuerzos un paciente conservaba una leve conexión con el mundo exterior gracias al «ligero murmullo» de los motores de un avión que sobrevolaba el hospital cada mañana, a las nueve.

Para cualquier persona que esté familiarizada con los testimonios de gente que ha sobrevivido a la tortura, este detalle es desgarrador. Cuando les preguntan a los prisioneros cómo pudieron sobrevivir durante meses o incluso años de aislamiento, a menudo hablan de cómo oían el lejano tañido de las campanas de una iglesia, o la llamada del imán a la mezquita, o las risas de los niños jugando en un parque cercano. Cuando la vida se reduce a las cuatro paredes de una celda, el ritmo de los sonidos del exterior es una especie de cuerda salvavidas, la prueba de que el prisionero aún es humano, de que existe un mundo más allá de la tortura. «Escuché a los pájaros cantar al amanecer cuatro veces, fuera. Así es como sé que fueron cuatro días», dijo un superviviente de la última dictadura uruguaya, recordando un período de detención y tortura particularmente brutal. La mujer anónima en el sótano del Alian Memorial Institute, esforzándose por oír el distante motor de un avión en medio de una neblina de oscuridad, drogas y descargas eléctricas, no era una paciente en manos de un médico. Era, a todos los efectos, una prisionera que estaba siendo torturada.

Existen varios indicios de que Cameron sabía perfectamente que estaba simulando un proceso de tortura real y que, en tanto que acérrimo anticomunista, disfrutaba de la idea de que su programa y sus pacientes formaban parte de la Guerra Fría. En una entrevista concedida a una popular revista en 1955, comparó abiertamente a sus pacientes con prisioneros de guerra enfrentados a un interrogatorio hostil, diciendo que «al igual que los capturados por los comunistas, solían resistirse [al tratamiento] y había que romper su voluntad». Un año más tarde, escribió que el objetivo de eliminar las pautas conductuales era «la erradicación de las defensas del individuo» y señalaba que «el proceso es análogo al sometimiento de un sujeto bajo interrogatorio continuo». Hacia 1960, Cameron dictaba conferencias acerca de sus investigaciones sobre la privación sensorial, no solamente a otros psiquiatras, sino también a públicos militares. En una charla en la base aérea Brooks, en Texas, afirmó que no estaba curando la esquizofrenia, sino que más bien «la privación sensorial genera los mismos síntomas iniciales que la esquizofrenia: alucinaciones, ansiedad aguda, pérdida de contacto con la realidad». En las notas que acompañan al texto de la conferencia, menciona la administración de una «sobrecarga de información» a renglón seguido de la privación sensorial, una referencia a su empleo de las descargas eléctricas y los bucles interminables de cintas con repetición de mensaje. Era una anticipación de las tácticas de interrogación que habrían de llegar en el futuro. El trabajo de Cameron recibió financiación de la CÍA hasta 1961, y durante varios años el destino de sus investigaciones y el uso que el gobierno de los Estados Unidos le dio permaneció en un claroscuro. A finales de los años setenta y ochenta, cuando por fin se abrió una investigación en el Senado acerca de la participación de la CÍA en dichos experimentos y la relación financiera entre la agencia y los investigadores, y más tarde, durante las revolucionarias demandas de los pacientes contra la CÍA, los periodistas y los legisladores tendían a aceptar la versión de la CÍA: que se había interesado en las técnicas de lavado de cerebro con el fin de proteger la salud mental de los prisioneros de guerra norteamericanos. La mayor parte de la prensa se concentró en los aspectos sensacionalistas, y destacó que el gobierno había financiado experimentos con drogas alucinógenas. En realidad, cuando el verdadero escándalo estalló, se puso de manifiesto que la CÍA y Ewen Cameron habían destrozado con absoluta impunidad las vidas de los pacientes, sin ningún resultado mínimamente válido. Las investigaciones parecían inútiles: todo el mundo sabía que el lavado de cerebro era un mito de la Guerra Fría. Por su parte, la CÍA fomentó esta visión del asunto, pues prefirió ser el bufón de una tragicomedia de payasos de ciencia ficción, en lugar de los culpables financieros que habían permitido que una respetable universidad se convirtiera en un laboratorio de tortura, muy eficiente por cierto. Cuando John Gittinger, el psicólogo de la CÍA que se puso en contacto con Cameron por primera vez, se vio obligado a testificar frente al Senado, declaró que el apoyo a Cameron había sido «un estúpido error. [...] Un terrible error». Al ser preguntado durante las sesiones de la investigación del Senado por qué ordeno destruir todos los archivos de un programa que había costado veinticinco millones de dólares, el antiguo director de MKUltra, Sydney Gottlieb, afirmó que «el proyecto MKUltra no había obtenido ningún resultado positivo o útil para la agencia» En las informaciones sobre MKUltra en los años ochenta, tanto en las pesquisas oficiales como en la prensa general o los libros escritos sobre el programa, Se sigue hablando de los experimentos como «técnicas de control mental» o «lavado de cerebro». La palabra «tortura» apenas se utiliza.

Naomi Klein: La doctrina del shock. Barcelona: Paidós, 2007, pp. 55-65.

El sociólogo francés Gilles Lipovetsky en su libro La era del vacío (Barcelona: Anagrama, 1996) hace de la ultraviolencia, el crimen para nada, una característica propia e inevitable de nuestro tiempo.

El crimen para nada: seguramente esto no es nuevo, también las épocas pasadas tuvieron crímenes crapulosos con miserables ganancias. A finales del siglo xtx existe aún una criminalidad llamada de las vallas: se ataca a un burgués extraviado, un paseante atraído hacia las zanjas de las fortificaciones. Pero esas violencias tenían en común, que reconducían la inmemorial connivencia del crimen y de la noche, de lo ilegal y lo secreto. Hoy esa relación está a punto de desaparecer el crimen hard se realiza a la luz del día, en medio de la ciudad, indiferente al anonimato, indiferente a los lugares y a las horas, como si el crimen se esforzase en participar de la pornografía de nuestro tiempo, la de la visibilidad total. Siguiendo la desestabilización general, la violencia se separa de su principio de realidad, los criterios del peligro y la prudencia desaparecen, así se instaura una banalización del crimen incrementada por un aumento incontrolado en los medios de la violencia.

Gilles Lipovetsky: La era del vacío, p. 210.

La relación entre la música de Beethoven, la barbarie nazi y la ultraviolencia ha sido tratada por filósofos como Theodor W. Adorno. ¿Cómo es posible, se pregunta Adorno, que una civilización capaz de la creación y disfrute de una música tan sublime sea capaz de semejante barbarie? ¿Cómo volver a hacer arte después de Auschwitz? La lección de Kubrick es que la música o el arte no excluyen la violencia. El amor a la Belleza no es, por tanto, incompatible con el Mal. La moraleja que extraen tanto Kubrick como Adorno es que la tranquilizadora unidad platónico-cristiana de Bien-Verdad-Belleza ha desaparecido.

La película de Kubrick ilustra de modo ejemplar la violencia que el Estado ejerce sobre los individuos a través de las prisiones y lo psiquiátricos. Esta violencia ha sido tratada de un modo brillante por el filósofo francés Michel Foucault en libros como Vigilar y castigar. Según Foucault las prisiones o los manicomios son los modos en que el Estado domestica y disciplina a los grupos humanos.

Otras curiosidades:

- La novela de Anthony Burgess (1917-1993) está escrita en nadsat, un inglés futurista mezclado con el ruso. Su lectura es bastante difícil si no se utiliza el diccionario final. Burgess argumenta que utilizó este artificio lingüístico para disfrazar el alto contenido pornográfico y violento de la novela.

- El atentado que sufre el escritor en la novela es un desagradable episodio autobiográfico. Mientras Burgess estaba en Malasia cuatro desertores del ejército americano entraron en su casa y violaron su mujer.

- Tanto Burgess como Kubrick fueron conscientes de que muchos jóvenes leían la novela o veían la película con la intención de imitar los comportamientos violentos de Alex. Tanto es así, que Kubrick retiró la película del Reino Unido al poco tiempo y no pudo volver a verse allí hasta después de su muerte.
Eugenio Sanchez Bravo es profesor de filosofia en el IES,Tenerife.

FUENTE: AULA DE FILOSOFIA

No hay comentarios: