En la noche del 30 de mayo de 1961, en una emboscada en las afueras de Santo Domingo, fue abatido a tiros por ex colaboradores el Generalísimo Dr.Rafael Leonidas Trujillo, autoproclamado “Benefactor de la Patria” y “Padre de la Patria Nueva”, quien había regido a su antojo y voluntad los destinos de la nación dominicana durante más de tres décadas. A cuarenta años de su desaparición, el periodista Emilio Lapayese, en un comentario publicado el 30 de mayo de 2001 en el periódico Hoy, pudo constatar que Trujillo sigue vivo “en la desmemoria colectiva” de “una sociedad secuestrada que nunca se liberó de la fascinación por su secuestrador”. Las razones de esta supervivencia que, según Lapayese, se nutre de “nostalgias, turbias lealtades, intereses, complicidades y añejas gratitudes”, son múltiples: el carácter peculiar de la Era y de Trujillo, quien supo incidir en todas las esferas de la vida pública y privada; una transición a la democracia lenta y reacia que condujo al golpe de estado contra el Gobierno electo de Juan Bosch, en 1963, a la invasión por parte de 42.000 marines norteamericanos que aplastaron la insurrección popular de 1965 y a los “doce años” de Joaquín Balaguer, quien instituyó un “trujillismo sin Trujillo”; y, finalmente, la incompetencia e ineficacia de los gobiernos que siguieron y que no supieron impedir que el país se hundiera en la pobreza, la inseguridad y un desencanto generalizado que llevó a más de un millón de dominicanos a buscar mejor vida en los Estados Unidos.
Hubo, por cierto, una “destrujillización” ideológica a la que contribuyeron no sólo los intelectuales y escritores, sino también los mismos representantes del estado “postrujillista”.
Durante el acto de inhumación de los restos mortales de Trujillo, Joaquín Balaguer, quien desde la primera campaña electoral de 1930 le había servido de ideólogo incondicional y, tras su muerte repentina, de presidente formal, lamentó en su oración fúnebre, “con las lágrimas que nublan nuestros ojos y la emoción que empaña nuestra voz”, el “hecho horrendo” del “vil” asesinato de “este muerto glorioso” que “fue humano, demasiado humano a veces” y que figuró como el “mejor guardián de la paz pública y [el] mejor defensor de la seguridad y el reposo de los hogares dominicanos” (Wiese Delgado, 2000: 533). Poco más tarde el “asesinato” de Trujillo se convirtió, en el discurso oficial, en su “ajusticiamiento”, y los “asesinos” llegaron a ser los “Héroes de la Gesta del 30 de Mayo”; y el mismo Balaguer quien, entre 1966 y 1996, desempeñara durante seis mandatos el cargo de presidente de la República, se pronunció, en sus Memorias de un cortesano de la “Era de Trujillo”, publicadas en 1988, acerca del régimen y de su “jefe” de una manera crítica que desmentía la actitud de aquel que en la oración fúnebre se había proclamado “hijo espiritual” de Trujillo. Señala allí sin ambages las características de la Era, que ésta compartía con las dictaduras “tradicionales” latinoamericanas: “La supresión de las libertades públicas, el desprecio por la vida humana, el asesinato político, sustituido a veces por el presidio o el destierro del adversario, constituyen las piezas maestras de esa maquinaria de terror que erige el mantenimiento del orden en la razón suprema del Estado” (1989: 65). Pero, continúa Balaguer, el régimen de Trujillo fue “mucho más que eso” a causa del “culto de la personalidad” celebrado en un grado tal que se llegó al “endiosamiento” del personaje “idólatra de sí mismo, megalómano hasta el último extremo” (p. 68). Se prestaron a este endiosamiento de Trujillo muchos intelectuales de la época, y los extremos a los que se pudo llegar atestiguan este ejemplo de la “jerga” que “sirvió de vehículo publicitario de las bondades del régimen” (Mateo 1993: 101) y que fundó, en la persona del “Benefactor de la Patria”, la naturaleza divina del poder personal y absoluto: [...] Apareció un día, como resultante del dorado despertar que dio su beso de felicidad y amor a la nueva aurora, hecha sol de claridades ininterceptables, la figura gallarda, vertical y prometedora del egregio predestinado y apóstol, que habría de dar a la Patria Nueva [...] el evangelio de su doctrina fraternizadora [...] (ibíd.). Trujillo llevó la sociedad dominicana, según el juicio de un Balaguer aparentemente metamorfoseado, a una “claudicación colectiva” y una “castración moral que llenó entonces con sus lacras todos los estratos sociales” (Balaguer 1989: 90), ya que “no sólo sojuzgó la voluntad, sino el pensamiento mismo de sus conciudadanos” (p. 65). Y fue justamente este último aspecto el que impulsó a Mario Vargas Llosa, según su propio testimonio, a escribir su novela La fiesta del Chivo, publicada en 2000: el aspecto del “vasallaje espiritual”, de “ese control tan absoluto” que Trujillo logró tener “no sólo sobre las conductas, sino sobre las conciencias y hasta los sueños” (Alameda, 2000: 16), junto con el aspecto de la “teatralidad”, la dimensión “pintoresca y extravagante” del propio personaje (Vargas Llosa et al., 2000: 48). No es, por cierto, La fiesta del Chivo la primera obra que narra acerca de Trujillo y los estragos de la Era, siendo este un tema recurrente de la narrativa dominicana contemporánea; pero a diferencia de las obras dominicanas, la novela del autor peruano-español obtuvo inmediatamente después de su lanzamiento un enorme éxito internacional, desatando en la República Dominicana un debate apasionado y prolongado.
El presente dossier, “Versiones y perversiones de la historia: el caso Trujillo”, reúne contribuciones que enfocan, desde perspectivas diversas, tópicos también diversos: Trujillo como referente histórico y Trujillo como referente textual, como personaje de una novela histórica, género que según Vargas Llosa tiene la obligación de “decir la verdad a través de las mentiras” (Jarque, 2000). En el primero de los ensayos, Roberto Cassá se remonta a las primeras décadas del siglo XX para explicar cómo Trujillo logró, después de pocos años en el poder, el control absoluto tanto de las actividades económicas como de la vida social y cultural, mediante una propaganda eficaz que lo presentó como encarnación del progreso y de la autonomía nacional. Su muerte significó el fin de la Era, pero produjo, según el autor, un “reciclaje” de la tradición autoritaria, una democratización “epidérmica” que a través de Joaquín Balaguer aseguró la pervivencia del legado trujillista.
Franklin Franco Pichardo se centra en los aspectos conceptuales e ideológicos de la Era, que justificaron, alegando cierto criterio “divinizante”, el paternalismo y autoritarismo del “hombre providencial”. Representó, según Franco Pichardo, la pervivencia del pensamiento oligárquico del siglo XIX que, inmutable por encima de las cambiantes coyunturas históricas, exaltaba como herencia cultural los valores hispánicos implicaba un fuerte prejuicio racial, expresado por vías de un “antihaitianismo” que iba a desembocar en la matanza de unos 15.000 haitianos, ordenada por Trujillo en 1937.
Dos ensayos están dedicados a La fiesta del Chivo, abordando la novela de Vargas Llosa desde ángulos muy distintos y aportando juicios divergentes en cuanto a su valor literario. Sabine Köllmann sitúa la novela, considerada como “otra obra maestra de la narrativa realista”, dentro del conjunto de la novelística del autor, destacando la continuidad tanto de las técnicas narrativas empleadas como de los tópicos tratados. Analiza cómo, a través de la exploración de los mecanismos del poder, historia y ficción confluyen en una “mentira verdadera”, transmitiendo esta “mentira” una “verdad profunda, que trasciende el hecho histórico concreto”. A partir de la polémica que suscitó La fiesta del Chivo en la República Dominicana –polémica en la que intervino el propio Vargas Llosa–, Frauke Gewecke enfoca la novela desde diversas perspectivas de recepción, partiendo del hiato entre historia y ficción que caracteriza al género híbrido de la novela histórica. Cuestionando la aseveración del autor de que en su novela “prevalece mucho más la invención que la historia”, la caracteriza como “historia novelada”, con una destacada dependencia de sus fuentes escritas y un sorprendente apego al discurso biográfico tradicional que, sin beneficiarse del escepticismo epistemológico de la “nueva” novela histórica, sitúa La fiesta del Chivo dentro de la tradición decimonónica y, al mismo tiempo, dentro de una línea editorial que fomenta en España, con verdadero éxito, la novela de entramado histórico de fácil acceso a un gran público.
Los ensayos se complementan con dos entrevistas, publicadas en el Foro: la entrevista con José Israel Cuello, que como editor de La fiesta del Chivo en la República Dominicana comenta la gestación de la novela, en la cual participó de cerca, así como la repercusión que ésta tuvo en el país; y la entrevista con Manuel Vázquez Montalbán, quien en 1990 publicó, con Galíndez, otra novela histórica que parte de hechos relacionados con la Era de Trujillo, novela que, sin embargo, se sirve de estrategias distintas de las de La fiesta del Chivo, presentándose justamente como ejemplo de la “nueva” novela histórica o novela histórica “reflexiva”.
Bibliografía:
Alameda, Sol (2000): “Mario Vargas Llosa. El contrapoder de la literatura” [entrevista]. En: El País Semanal 1223, 5 de marzo, pp. 14-24.
Balaguer, Joaquín (101989): Memorias de un cortesano de la “Era de Trujillo”. Santo Domingo: Impresora Sierra (11988).
Jarque, Fietta (2000): “Vargas Llosa indaga en los largos efectos ‘tóxicos’ de las dictaduras”. En: El País, 7 de marzo, p. 52.
Lapayese, Emilio (2001): “En solo cien palabras: cuarenta años después”. En: Hoy, 30 de mayo [http://www.hoy.com.do].
Mateo, Andrés L. (1993): Mito y cultura en la Era de Trujillo. Santo Domingo: Librería La Trinitaria/ Instituto del Libro. Vargas Llosa, Mario, et al. (2000): “Eso no debe repetirse jamás”. En: Rumbo 327, 8 de mayo, pp. 47-55.
Wiese Delgado, Hans Paul (2000): Trujillo: amado por muchos, odiado por otros, temido por todos. Santo Domingo: Ed. Letra Gráfica.