Un dilema profundo
Un dilema profundo
Importantes depósitos petroleros yacen en las profundidades del Golfo de México, uno de los lugares más peligrosos para perforar.
Por Joel K. Bourne, Jr.
Un día abrasador de junio, en Houma, Luisiana, las oficinas locales de British Petroleum (BP) –ahora el Centro de Comando de Incidentes de Deepwater Horizon– estaban atestadas de hombres y mujeres serios con chalecos de colores brillantes. Los altos directivos de BP y sus consultores iban de blanco; el equipo de logística, de naranja, y los funcionarios federales y estatales de medio ambiente, de azul. En las paredes de la “sala de operaciones” más grande, pantallas de video enormes mostraban mapas del derrame y la ubicación de los buques de respuesta.
El subcomandante de incidentes, Mark Ploen, de pelo cano, llevaba un chaleco blanco. Veterano con 30 años en las guerras contra los derrames petroleros y consultor, ha ayudado a limpiar desastres en todo el mundo, desde Alaska hasta el delta del Níger. Ahora se encontraba rodeado de hombres con los que había trabajado en el derrame del Exxon Valdez en Alaska, hacía dos décadas.
A 80 kilómetros de la costa, una milla debajo del agua en el lecho marino, el pozo Macondo de BP arrojaba algo así como un Exxon Valdez cada cuatro días. A finales de abril, una detonación había convertido la Deepwater Horizon, una de las torres de perforación más avanzadas del mundo, en un montón de carbón y metal retorcido en el fondo del mar. La industria se había comportado como si semejante catástrofe jamás fuera a ocurrir. Lo mismo que sus reguladores. No había pasado nada semejante en el Golfo de México desde 1979, cuando un pozo mexicano llamado Ixtoc I explotó en las aguas poco profundas de la bahía de Campeche. La tecnología usada en las perforaciones había mejorado tanto desde entonces, y la demanda de petróleo era tan irresistible, que las compañías petroleras se lanzaron desde la plataforma continental hacia aguas más profundas.
El Servicio de Manejo de Minerales (MMS, por sus siglas en inglés), la agencia federal que regulaba las perforaciones en mar abierto, había declarado que las posibilidades de una explosión eran de menos de 1 % y que, incluso si eso sucedía, no se liberaría mucho petróleo.
En el edificio de Houma, más de 1 000 personas trataban de organizar una limpieza. Decenas de miles más estaban afuera, recorriendo las playas en overoles blancos, explorando las aguas desde aviones y helicópteros y combatiendo la marea negra en expansión con skimmers, botes pesqueros adaptados y un diluvio de dispersantes químicos. Alrededor del punto que Ploen llamó simplemente “la fuente”, una pequeña armada se balanceaba en un mar de petróleo. Un rugido ensordecedor salía del barco perforador Discoverer Enterprise mientras quemaba el gas metano capturado del pozo averiado. También brotaban flamas de otra plataforma, la Q4000, que quemaba petróleo y gas recolectados de una línea separada unida al preventor de explosiones roto. Cerca de ahí, dos botes camaroneros con barreras resistentes al fuego quemaban el petróleo retirado de la superficie, creando una pared curva de flamas y una columna altísima de humo negro y pringoso. Ya se habían gastado miles de millones de dólares, pero millones de barriles de crudo dulce ligero aún serpenteaban hacia las islas de barrera, marismas y playas del Golfo de México.
Las aguas del Golfo debajo de los 300 metros son una frontera relativamente nueva para los petroleros y uno de los sitios más duros del planeta para excavar. El lecho marino cae por la ladera suave de la plataforma continental en un intrincado terreno de cuenca y cordillera, con cañones hondos, dorsales oceánicas y volcanes de barro activos de 150 metros de altura. Más de 2 000 barriles de petróleo al día emanan de respiraderos naturales dispersos. Pero los depósitos comerciales yacen enterrados profundamente, a menudo debajo de capas de sal móvil propensas a terremotos submarinos. Las temperaturas en el lecho del mar están casi bajo cero, mientras que las reservas de petróleo pueden alcanzar los 200 grados Celsius; son como botellas de soda calientes y agitadas esperando a que alguien las destape. Las bolsas explosivas de gas e hidratos de metano, congeladas pero inestables, escondidas en el sedimento, incrementan el riesgo de una explosión.
Por décadas, los exorbitantes costos de las perforaciones profundas mantuvieron las plataformas comerciales cerca de la costa. Pero la disminución de las reservas, el gran incremento de los precios del petróleo y los descubrimientos espectaculares en alta mar precipitaron una rápida demanda global por entrar a aguas profundas.
En 1995, el Congreso de Estados Unidos aprobó una ley que perdonaba las regalías de los campos petroleros en aguas profundas arrendados entre 1996 y 2000 en el Golfo de México. El número de permisos vendidos en aguas a media milla de profundidad o más se disparó de alrededor de 50 en 1994 a 1 100 en 1997.
Los nuevos campos con nombres como Atlantis, Thunder Horse y Great White llegaron justo a tiempo para compensar un largo declive de la producción petrolera en aguas poco profundas. El Golfo de México representa ahora 30 % de la producción de Estados Unidos, la mitad de la cual viene de aguas profundas (de 305 a 1 524 metros), un tercio de aguas ultraprofundas (1 525 metros o más) y el resto de aguas poco profundas. El pozo Macondo de BP, a unos 1 525 metros bajo el agua y otros 3 960 metros debajo del lecho marino, no era particularmente profundo. La industria ha perforado a 3 048 metros bajo el agua y a un total de 10 683 metros. El gobierno estadounidense estima que el Golfo profundo podría contener 45 000 millones de barriles de crudo.
Aunque la tecnología permitía perforaciones cada vez más hondas, los métodos de prevención de explosiones y limpieza de derrames no se mantuvieron a la altura. Desde principios de siglo, los informes de la industria y la academia alertaban sobre el creciente riesgo de las explosiones en aguas profundas, la falibilidad de los preventores de explosiones y las dificultades para detener un derrame en aguas profundas una vez que este sucediera, una preocupación especial dado que los pozos en aguas profundas pueden arrojar hasta 100 000 barriles al día debido a que están bajo tanta presión.
El Servicio de Manejo de Minerales minimizó repetidamente tales preocupaciones. Un estudio de 2007 realizado por una agencia encontró que, de 1992 a 2006, sólo habían ocurrido 39 explosiones durante la perforación de más de 15 000 pozos de petróleo y gas en el Golfo. Pocas de estas habían liberado mucho petróleo; sólo una había ocasionado una muerte. La mayoría de las explosiones se detuvieron en una semana, generalmente llenando los pozos con pesado lodo bentonítico o cerrándolos de manera mecánica y desviando la burbuja de gas que había producido la peligrosa “patada” en primer lugar.
Aunque las explosiones eran por lo general raras, el informe del MMS encontró un aumento significativo en la cifra asociada con el cementado, el proceso de bombear cemento alrededor del revestimiento de metal del pozo (que rodea la tubería de perforación) para llenar el espacio entre este y la pared del barreno. En retrospectiva, esa voz de alerta era una mala señal.
Algunos pozos en aguas profundas son relativamente fáciles de perforar. Con el Macondo no fue así. BP contrató a Transocean, compañía basada en Suiza, para perforarlo. La primera plataforma de perforación de Transocean quedó fuera de operaciones a causa del huracán Ida después de sólo un mes. Deepwater Horizon comenzó su infortunado esfuerzo en febrero de 2010 y enfrentó problemas casi desde el inicio. A principios de marzo la tubería de perforación se atoró en el barreno, lo mismo que la herramienta que se envió para encontrar la sección atascada; los perforadores tuvieron que retroceder y taladrar alrededor de la obstrucción. Un correo electrónico de BP, que más tarde hizo público el Congreso, mencionaba que los perforadores tenían problemas para “controlar el pozo”. Otro correo, de un consultor, afirmaba: “Hemos modificado tanto los parámetros del diseño que ya me puse nervioso”. Una semana antes de la explosión, un ingeniero de perforaciones de BP escribió: “Este ha sido un pozo de pesadilla”.
Para el 20 de abril, la Deepwater Horizon estaba retrasada seis semanas de acuerdo con el programa, según los documentos del MMS, y el retraso le estaba costando a BP más de medio millón de dólares al día. BP había elegido perforar de la manera más rápida posible: usando un diseño de pozo conocido como long string porque coloca tuberías de perforación entre la reserva de petróleo y la boca del pozo. Un varillaje largo por lo general tiene dos barreras entre el petróleo y el preventor de reventones en el lecho marino: un tapón de cemento en el fondo del pozo y un sello de metal conocido como cierre de manga de emergencia, colocado justo en la boca del pozo. El cierre de manga no había sido instalado cuando el Macondo explotó.
Además, los inspectores del Congreso y los expertos de la industria sostenían que BP se saltó pasos en su labor de cementado. No logró colocar lodo bentonítico pesado fuera de la tubería de revestimiento antes del cementado, práctica que ayuda a que el cemento se cure de manera apropiada. No puso suficientes centralizadores, los dispositivos que aseguran que el cemento forme un sello completo alrededor del revestimiento, y falló al no realizar una prueba para verificar que el cemento se hubiera adherido de manera correcta. Finalmente, justo antes del accidente, BP remplazó el lodo bentonítico pesado en el pozo con agua de mar mucho más ligera, cuando se preparaba para terminar y desconectar la plataforma del pozo. BP se rehusó a hacer comentarios a este respecto, citando la investigación en curso.
Todas estas decisiones podrían haber sido por completo legales y con seguridad le ahorraron tiempo y dinero a BP; no obstante, cada una aumentó el riesgo de una explosión. Los inspectores sospechan que la noche del 20 de abril una gran burbuja de gas se infiltró de alguna manera en el revestimiento, quizá por huecos en el cemento, y se disparó hacia arriba. El preventor de explosiones debió haber detenido esa poderosa patada en el lecho marino; sus pesadas bombas de ariete debieron haber cortado la tubería de perforación como si fuera una pajilla, bloqueando la oleada ascendente y protegiendo la plataforma de arriba. Pero ese mismo dispositivo a prueba de fallas había sufrido fugas y problemas de mantenimiento. Cuando un géiser de lodo bentonítico estalló en la plataforma, fallaron todos los intentos por activar el preventor.
BP calculó que en el peor de los casos un derrame sería de 162 000 barriles diarios –casi tres veces el caudal que de hecho ocurrió–. En otro plan de respuesta al derrame para todo el Golfo, la compañía afirmaba que podía recuperar casi 500 000 barriles al día usando tecnología estándar, de manera que el peor derrame causaría el mínimo de daños a la pesca y la vida silvestre en el Golfo, incluyendo morsas, nutrias y leones marinos.
No hay morsas, nutrias ni leones marinos en el Golfo. El plan de BP también incluía en su lista para casos de emergencia a un biólogo marino que había muerto hacía años y daba la dirección de un lugar de entretenimiento en Japón como un sitio de abasto para adquirir equipo de respuesta para los derrames. Los desaciertos tan difundidos también habían aparecido en los planes de respuesta a derrames de otras compañías petroleras. Simplemente habían sido copiados y pegados de planes más viejos que se habían preparado para el Ártico.
Cuando el derrame ocurrió, la respuesta de BP se quedó muy corta con respecto a sus alegatos. Los científicos de un destacamento federal dijeron a principios de agosto que al inicio el pozo explotado había descargado 62 000 barriles al día, un caudal enorme, pero muy por debajo del peor escenario de BP. En junio, Mark Ploen estimó que en un buen día sus equipos de respuesta, con skimmers traídos de todas partes del mundo, recogían unos 15 000 barriles. Tan sólo quemar el petróleo, práctica utilizada en el derrame del Exxon Valdez, había probado ser más efectivo. La flota de quema de BP era de 23 buques, entre ellos botes camaroneros locales que trabajaban en parejas acorralando el petróleo en la superficie con largas barreras a prueba de fuego y luego incendiándolo con napalm casero. En una “quema monstruosa”, el equipo incineró 16 000 barriles de petróleo en poco más de tres horas.
“A los camaroneros se les da hacer esto –dijo Neré Mabile, consejero de ciencia y tecnología del equipo de quema en Houma–. Saben cómo echar redes. Se aseguran de que cada barril que quemamos sea un barril que no llegará a la costa, que no afecte el medio ambiente, que no afecte a la gente. ¿Y cuál es el lugar más seguro para quemar esta cosa? En medio del Golfo de México”.
En junio, el Discoverer Enterprise y la Q4000 comenzaron a recolectar petróleo directamente del preventor roto, y para mediados de julio habían alcanzado 25 000 barriles al día, aún mucho menos, incluso añadiendo los esfuerzos de los skimmers y el equipo de quema, de los casi 500 000 barriles diarios que BP había asegurado que podría remover. En ese punto la compañía finalmente logró poner un tapón ajustado al pozo, interrumpiendo el chorro luego de 12 semanas.
Para principios de agosto, BP parecía estar a punto de tapar el pozo Macondo de manera permanente con lodo bentonítico y cemento. El estimado del destacamento federal con respecto a la cantidad de petróleo derramado se mantuvo en los 4.9 millones de barriles. Los científicos del gobierno estimaron que BP había removido una cuarta parte del petróleo. Otra cuarta parte se había evaporado o disuelto en moléculas dispersas. Pero un tercer cuarto se había dispersado en el agua en forma de pequeñas gotas, que aún podrían ser tóxicas para algunos organismos. Y el último cuarto –unas cinco veces la cantidad derramada por el Exxon Valdez– permaneció como manchas o brillos en el agua, o bolas de alquitrán en las playas. El derrame de la Deepwater Horizon se había convertido en el mayor derrame accidental en el océano de la historia, incluso mayor que la explosión del Ixtoc I en la bahía de Campeche en México, en 1979. Sólo ha sido superado por el derrame intencional de la Guerra del Golfo en 1991, en Kuwait.
El derrame del Ixtoc I devastó la pesca y las economías locales. Wes Tunnell lo recuerda bien. Alto y de 65 años, el experto en arrecifes coralinos de la Universidad A&M de Texas-Corpus Christi obtuvo su doctorado estudiando los arrecifes en los alrededores de Veracruz a principios de los setenta, y siguió estudiándolos hasta una década después de que el derrame los había cubierto de petróleo. Tunnell escribió un primer informe sobre las consecuencias ahí y en la Isla del Padre, en Texas. A principios de junio, después de que el nuevo desastre planteara la interrogante de cuánto tiempo podría durar el efecto de un derrame, regresó al arrecife Enmedio para ver si todavía había petróleo del Ixtoc I. Le tomó tres minutos de esnorqueleo para encontrar algo. “Bueno, eso fue fácil”, dijo.
Tunnell estaba de pie en el agua clara que le llegaba hasta la cintura, en la laguna del arrecife protegido, sosteniendo lo que parecía ser un trozo de poco más de siete centímetros y medio de grosor de arcilla arenosa gris. Cuando lo partió en dos, el interior era negro azabache con la textura y el olor de un brownie de asfalto. Del lado de la laguna, donde el arrecife se veía gris y muerto, la capa de alquitrán del Ixtoc I todavía estaba parcialmente enterrada en los sedimentos. Pero en el lado del océano del arrecife, donde los vientos, las olas y las corrientes son más fuertes, no había restos de petróleo. La lección para Luisiana y los otros estados del Golfo es clara, piensa Tunnell. Donde hay energía de las olas y oxígeno, la luz del sol y las abundantes bacterias devoradoras de petróleo del Golfo lo descomponen bastante rápido. Cuando el petróleo se precipita al fondo y es arrastrado a sedimentos con poco oxígeno como los de la laguna –o en una marisma– se puede quedar ahí por décadas, degradando el medio ambiente.
Los pescadores del poblado cercano de Antón Lizardo tampoco se habían olvidado. “El derrame casi destruyó todos los arrecifes”, dice Gustavo Mateos Montiel, un hombre poderoso, ahora en sus sesenta, que llevaba el sombrero típico de paja de los pescadores veracruzanos. “Se acabaron los pulpos. Se acabaron los erizos. Se acabaron las ostras. Se acabaron los caracoles. Se acabaron casi todos los peces. Nuestras familias estaban hambrientas. El petróleo en la playa nos llegaba a las rodillas”. Aunque algunas especies, como los camarones de la bahía de Campeche, se recuperaron en pocos años, Mateos, junto con otros pescadores reunidos en la playa, dijeron que tomó de 15 a 20 años para que sus pescas se normalizaran. Para entonces, dos tercios de los pescadores del pueblo habían encontrado otros trabajos.
Aun en las aguas turbulentas y muy oxigenadas de la costa bretona en Francia, pasaron al menos siete años después del derrame del Amoco Cadiz en 1978 antes de que las especies marinas y las granjas de ostras de Bretaña se recuperaran por completo, de acuerdo con el biólogo francés Philippe Bodin. Bodin, experto en copépodos marinos, estudió los efectos del derrame a largo plazo. Cree que el efecto será mucho peor en las aguas más tranquilas y con menos oxígeno del Golfo, en particular debido al uso excesivo del dispersante Corexit 9500. BP ha dicho que el químico no es más tóxico que el detergente para trastes, pero se utilizó de manera consistente en el derrame del Amoco Cadiz y Bodin lo halló más tóxico para la vida marina que el petróleo mismo. “El uso masivo de Corexit 9500 en el Golfo es catastrófico para el fitoplancton, el zooplancton y las larvas –dice–. Más aún, las corrientes llevarán el dispersante y las columnas de petróleo a todas partes del Golfo”.
En mayo, los científicos en el Golfo comenzaron a rastrear columnas de metano y gotitas de petróleo viajando a la deriva hasta 48 kilómetros del pozo roto, a profundidades entre 900 y 1 200 metros. Uno de esos científicos era una bioquímica de la Universidad de Georgia, Mandy Joye, que ha pasado años estudiando las chimeneas de hidrocarburos y las emanaciones de salmuera en el Golfo profundo. Encontró una columna del tamaño de Manhattan, cuyos niveles de metano eran los más altos que haya medido en el Golfo. Mientras las bacterias se dan un festín con el petróleo y el metano derramados, agotan el oxígeno del agua; en un punto, Joye encontró niveles de oxígeno peligrosamente bajos para la vida en una capa de agua de 180 metros de grosor, a las profundidades donde usualmente viven los peces. Debido a que las aguas en el Golfo profundo se mezclan muy lentamente, dijo, esas zonas agotadas podrían persistir por décadas.
BP estaba usando viejos aviones DC-3 acondicionados como fumigadores gigantes para esparcir el Corexit 9500 sobre la marea negra de la superficie. Por tratarse del primer derrame profundo grave del mundo, la compañía también obtuvo permiso de la Agencia de Protección Ambiental y la Guardia Costera de Estados Unidos para bombear cientos de miles de galones de dispersante directamente sobre el gas y el petróleo que salían a borbotones del pozo, una milla por debajo de la superficie. Eso contribuyó a crear las columnas en aguas profundas.
Al oceanógrafo Ian MacDonald, de la Universidad Estatal de Florida, no sólo le preocupan las columnas sino también el total del volumen de petróleo derramado. Cree que podría tener un efecto considerable en la productividad general del Golfo, no sólo para los pelícanos y los camarones de los pantanos de Luisiana, sino para todas las criaturas en la región entera, desde el zooplancton hasta los cachalotes. Le preocupan particularmente los atunes de aleta azul, que sólo desovan en el Golfo y en el Mediterráneo; la población de atún ya estaba disminuyendo drásticamente a causa de la sobrepesca. “Hay una cantidad enorme de materiales altamente tóxicos en la columna de agua, tanto en la superficie como abajo, que se mueven alrededor de una de las cuencas oceánicas más productivas del mundo”, dijo MacDonald.
Durante su recorrido en junio, el equipo de Joye tomó muestras de agua a una milla del Discoverer Enterprise, lo suficientemente cerca para escuchar el rugido apocalíptico de su enorme llamarada de metano. Los investigadores y miembros de la tripulación se pararon en la cubierta trasera del Walton Smith y tomaron fotos en silencio. Los vapores cáusticos del petróleo, el diésel y el asfalto les quemaban los pulmones. Tan lejos como alcanzaba la vista, las aguas azul cobalto del Golfo profundo estaban manchadas de un rojo parduzco. Cuando Joye volvió adentro estaba pensativa.
“El incidente de la Deepwater Horizon es consecuencia directa de nuestra adicción global al petróleo –dijo–. Incidentes como este son inevitables si perforamos en aguas cada vez más profundas. Estamos jugando con fuego. Si este no es un motivo para usar energía verde, no sé cuál lo sería”.
Fuente: National Geografic.
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