Hay en el mundo 9,2 millones de desplazados de su país de origen, personas que han huido de persecuciones políticas o, en mayor medida, de la violencia de guerras civiles. Viven en campos de refugiados cuyas dimensiones oscilan entre contener medio centenar de hombres, mujeres y niños a contener más de 1.500. Contener no resulta un verbo inadecuado, puesto que no se trata de acogerlos e integrarlos en la sociedad receptora, sino de mantenerlos encerrados en los campamentos. Por lo general, no pueden salir para trabajar ni para comprar en los mercados locales, en el supuesto de que dispongan de algún dinero, y las raciones alimenticias son variables. Su autoestima queda así por los suelos, creando una sensación de miseria que se une al dolor de encontrarse lejos de los suyos, con frecuencia después de haber perdido de manera cruenta a padres y hermanos.
Con intermitencia nos llegan noticias de muchedumbres que escapan de la violencia en Sudán, Colombia, Afganistán, Iraq… Informaciones puntuales que pronto quedan sepultadas bajo un alud de nuevos acontecimientos. Sin embargo, los refugiados, nuevos o antiguos, continúan siéndolo, sin fecha de retorno, con los derechos humanos en fase menguante. Mujeres
embarazadas que no reciben suficiente atención ni antes ni después del parto, niños y jóvenes cuya enseñanza reglada queda interrumpida. Como máximo, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) proporcionará educación primaria a un 50% de los niños y niñas, y se reducen a menos de un 5% los que reciben enseñanza secundaria o profesional. Es obvio que, ante un hipotético regreso, estos jóvenes lo harán con escasas herramientas para ganarse la vida y sin capacidad para contribuir al desarrollo de su país.
Cuando los más afortunados, de cualquier edad, logran al fin volver a casa, perciben que este concepto no es más que un eufemismo. Mientras su interior ha sufrido una profunda transformación, el contexto exterior que había sido el suyo ha dejado de existir. Ambos elementos, el psíquico y el material, han de ser reconstruidos siguiendo el camino que va de la guerra a la paz entre rencores, miedo y obstáculos tangibles. Algunos tendrán la suerte de que los factores que los habían convertido en refugiados hayan desaparecido; no obstante, la mayoría deberá conformarse con que el riesgo se haya suavizado. Cuanto más rico en recursos naturales sea su país, más expuesto a luchas fratricidas seguirá estando. Combates sangrientos por el poder, gobernantes corruptos, empresas multinacionales que medran en la corrupción.
Mientras una quinta parte de los habitantes del planeta continúe detentando las cuatro quintas partes de sus recursos, habrá refugiados. Y habrá emigrantes, esa otra variante de desposeídos, la que nos amarga almuerzos y cenas cuando la televisión los muestra naufragando en pateras, ahora cayucos, mañana… Oprobio que no lleva camino de acabar.
Los refugiados a largo plazo no son actualidad, no llaman la atención en los medios informativos occidentales y aún menos en los del Tercer Mundo. Permanecen arrinconados detrás de las vallas, algunos lo estarán de forma perenne. Todos son fruto de los designios de los poderosos. El Acnur, organismo de la ONU, los socorre con el restringido dinero que aportan estos mismos poderosos. Nosotros, los que aún nos sentimos libres, también nos refugiamos. En nuestro bienestar, confiando en que será perenne.
Con intermitencia nos llegan noticias de muchedumbres que escapan de la violencia en Sudán, Colombia, Afganistán, Iraq… Informaciones puntuales que pronto quedan sepultadas bajo un alud de nuevos acontecimientos. Sin embargo, los refugiados, nuevos o antiguos, continúan siéndolo, sin fecha de retorno, con los derechos humanos en fase menguante. Mujeres
embarazadas que no reciben suficiente atención ni antes ni después del parto, niños y jóvenes cuya enseñanza reglada queda interrumpida. Como máximo, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) proporcionará educación primaria a un 50% de los niños y niñas, y se reducen a menos de un 5% los que reciben enseñanza secundaria o profesional. Es obvio que, ante un hipotético regreso, estos jóvenes lo harán con escasas herramientas para ganarse la vida y sin capacidad para contribuir al desarrollo de su país.
Cuando los más afortunados, de cualquier edad, logran al fin volver a casa, perciben que este concepto no es más que un eufemismo. Mientras su interior ha sufrido una profunda transformación, el contexto exterior que había sido el suyo ha dejado de existir. Ambos elementos, el psíquico y el material, han de ser reconstruidos siguiendo el camino que va de la guerra a la paz entre rencores, miedo y obstáculos tangibles. Algunos tendrán la suerte de que los factores que los habían convertido en refugiados hayan desaparecido; no obstante, la mayoría deberá conformarse con que el riesgo se haya suavizado. Cuanto más rico en recursos naturales sea su país, más expuesto a luchas fratricidas seguirá estando. Combates sangrientos por el poder, gobernantes corruptos, empresas multinacionales que medran en la corrupción.
Mientras una quinta parte de los habitantes del planeta continúe detentando las cuatro quintas partes de sus recursos, habrá refugiados. Y habrá emigrantes, esa otra variante de desposeídos, la que nos amarga almuerzos y cenas cuando la televisión los muestra naufragando en pateras, ahora cayucos, mañana… Oprobio que no lleva camino de acabar.
Los refugiados a largo plazo no son actualidad, no llaman la atención en los medios informativos occidentales y aún menos en los del Tercer Mundo. Permanecen arrinconados detrás de las vallas, algunos lo estarán de forma perenne. Todos son fruto de los designios de los poderosos. El Acnur, organismo de la ONU, los socorre con el restringido dinero que aportan estos mismos poderosos. Nosotros, los que aún nos sentimos libres, también nos refugiamos. En nuestro bienestar, confiando en que será perenne.
Consulta: La Vanguardia
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